Estoy En Puertomarte Sin Hilda

PROLOGO

Este es un relato tipo James Bond, escrito antes de que se supiera siquiera la existencia de éste.

De hecho, todos los que conocen mis escritos saben que nunca introduzco motivos picantes en mis relatos. Pueden comprobarlo en los demás relatos de este volumen.

Sin embargo, un editor -no mencionaré su nombre- me dijo una vez que sospechaba que nunca introduciría escenas amorosas en mis relatos porque era incapaz de escribirlas.

Naturalmente, rechacé esa insinuación con el desprecio y ofensa que se merecía, y afirmé con calor que era simplemente mi natural pureza y carácter sano lo que me impedía hacerlo.

Puesto que la expresión de su rostro era de evidente incredulidad, dije:

-Se lo demostraré. Escribiré un relato amoroso de ciencia ficción, pero no para publicarlo.

Pero resultó ser también de tema policíaco, y me sentí tan contento de cómo me quedó que dejé que lo publicaran.

De cualquier modo, demuestra que puedo hacerlo si quiero. Lo que pasa es que generalmente no quiero.

Para empezar, diré que todo sucedió como en un sueño. No tuve que tomar disposiciones de ninguna clase. No tuve que hacer nada. Sólo me limité a ver cómo resultaban las cosas. Quizá fue entonces exactamente cuando debí haberme olido la catástrofe.

Empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un mes de descanso es la rutina correcta y adecuada para el Servicio Galáctico. Llegué a Puertomarte, donde, como de costumbre, debía permanecer tres días antes de dar el corto salto a la Tierra.

Generalmente, Hilda, Dios la bendiga, la esposa más dulce que pueda tener jamás hombre alguno, solía esperarme allí y juntos disfrutábamos de esos tres días; era

un agradable interludio para los dos. El único inconveniente estaba en que Puertomarte es el lugar más endiabladamente bullicioso del sistema, y un agradable interludio no es exactamente lo que encaja allí.

Sólo que, ¿cómo le explico eso a Hilda, eh?

Bueno, en esta ocasión mi suegra -que Dios la bendiga, para variar- se puso enferma dos días antes de que yo llegara a Puertomarte y, la noche antes de mi aterrizaje, recibí un espaciograma de Hilda en el que me decía que se quedaba en la Tierra con su madre y que no se reuniría conmigo por esta vez.

Le transmití mi pesar de enamorado y mi febril preocupación por la salud de su madre; y cuando aterricé, me di cuenta de mi situación:

¡Estaba en Puertomarte sin Hilda!

Eso no era nada todavía, ya verán. Eso era el marco del cuadro, los huesos de la mujer. Ahora viene la cuestión de las líneas y el colorido de la tela; la piel y la carne que recubren esos huesos.

Así que llamé a Flora -la Flora de ciertos episodios poco frecuentes de mi pasado-, y para ello utilicé una cabina de vídeo. Qué importaba el gasto; me había embalado.

Para mis adentros, aposté diez contra uno a que no estaría en casa, que estaría ocupada y con el vídeo desconectado, o que estaría muerta, incluso.

Pero estaba en casa, con el videófono conectado y muy lejos de estar muerta.

Tenía mejor aspecto que nunca. Como alguien dijo una vez, los años no pueden marchitarla ni los hábitos pueden agostar su infinita variedad. Y la bata que vestía

-o más bien que casi no vestía- la ayudaba mucho.

¿Se alegraba de verme?

-¡Max! -chilló-. Cuántos años.

-Lo sé, Flora; pero aquí estoy, si estás disponible. Porque, adivina, estoy en Puertomarte sin Hilda.

-¡Qué maravilla! -gritó de nuevo-. Entonces ven.

Me quedé un poco asombrado. Era demasiado.

-¿Quieres decir que estás disponible?

Debo decirles que Flora no podía disponer jamás de un momento sin tener que aplazar antes un montón de citas. Bueno, era lo que se dice una mujer de rompe y rasga.

-La verdad es que tenía un pequeño compromiso, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.

Flora era una chica de clase… En fin, les diré que tenía sus habitaciones bajo gravedad marciana, que es 0,4 de la normal en la Tierra. El dispositivo que tenía para librarse del campo de pseudogravedad de Puertomarte era caro, por supuesto, pero les diré de pasada que valía la pena, y ella no tenía ninguna dificultad para pagárselo. Si alguna vez han tenido ustedes en sus brazos a una joven a 0,4 ges, no necesitan que se lo explique. Y si no la han llegado a tener, tampoco les valdría de nada que yo lo explicara. Lo siento también por ustedes.

Es como flotar entre nubes…

Y tengan esto presente: la joven tiene que saber manejar la baja gravedad. Pero Flora sabía manejarla. En cuanto a mí, no quiero cantar mis propias alabanzas, comprendan; pero Flora no se puso a gritar que fuese a verla y a romper los compromisos que ya tenía sólo porque fuera atolondrada. Ella nunca obraba con atolondramiento.

Corté la conexión, y sólo la perspectiva de verlo todo en carne y hueso -¡y qué carne!- pudo hacerme cerrar la imagen con esa presteza. Salí de la cabina.

Y en ese momento, en ese preciso momento, en ese mismo instante, me llegó el primer barrunto de la catástrofe.

Dicho primer barrunto no era sino la pelada cabeza de ese maldito Rog Crinton de las oficinas de Marte, que brillaba sobre su rostro redondo, de pálidos ojos azules, de pálida tez amarillenta, y de pálido bigote color castaño. Era el mismo Rog Crinton, con cierta ascendencia eslava entre sus antepasados, de quien la mitad de la gente destinada a trabajos del campo pensaba que tenía, entre el nombre y el apellido, un calificativo que sonaba algo así como Hideperra.

No me molesté en ponerme a gatas y dar con la frente en el suelo, porque mis vacaciones habían empezado desde el momento en que salí de la nave.

-¿Qué demonios quieres? -dije sólo con la cortesía normal-. Tengo prisa. Tengo una cita.

-La cita la tienes conmigo -dijo-. Tengo un trabajito para ti.

Me reí y le dije con todo el necesario detalle anatómico dónde podía meterse el trabajito, y le ofrecí prestarle un mazo como ayuda.

-Es mi mes de descanso, amigo -dije.

-Alerta roja de emergencia, amigo -me contestó.

Eso significaba que ya podía despedirme de mi mes de vacaciones; así de sencillo. No podía creerlo.

--Tonterías, Rog --dije-. Ten corazón. Tengo una emergencia particular a la que acudir.

-Esto es antes.

-Rog -supliqué-, ¿no puedes buscar a otro? ¿El que sea?

-Eres el único agente de Clase A que se encuentra en Marte.

-Pídelo a la Tierra entonces. En el cuartel general almacenan agentes como si fueran micropilas.

-Esto hay que hacerlo antes de las once de la noche. ¿Qué pasa? ¿No dispones de tres horas?

Me sujeté la cabeza. El muchacho no sabía nada.

-Déjame hacer una llamada, ¿quieres?

Volví a la cabina, le dirigí una mirada y le dije:

-¡Es privado!

Flora apareció de nuevo en la pantalla como un espejismo en un asteroide.

-¿Ocurre algo, Max? No me digas que no puedes venir. Ahora que he anulado mis otros compromisos.

-Flora, chiquilla, claro que iré -dije-. Pero ha surgido una dificultad.

Hizo la natural pregunta en un dolido tono de voz, y dije:

-No, no se trata de otra chica. Estando tú en la misma ciudad, las demás chicas no cuentan. Como hembras, puede. Como chicas, no. ¡Nena! ¡Dulzura! Se trata de trabajo. Espérame. No tardaré mucho.

-Muy bien --contestó; pero lo dijo con un tono como si aquello no le gustara un pelo. A mí me dieron escalofríos.

Salí de la cabina, y dije:

-Muy bien, Rog Hideperra, ¿qué clase de lío me tienes preparado?

Fuimos al bar del puerto espacial y nos sentamos en una mesa apartada:

-El Gigante de Antares va a llegar de Sirio exactamente dentro de media hora; a las ocho de la tarde, hora local.

-Bien:

-Bajarán tres hombres, entre los demás pasajeros, que esperarán al Devorador del Espacio, que llegará de la Tierra a las once y saldrá hacia Capella poco después. Los tres hombres entrarán en el Devorador del Espacio y a partir de entonces estarán fuera de nuestra jurisdicción.

-¿Y?…

-Por tanto, entre las ocho y las once estarán en una sala de espera especial y tú estarás con ellos. Tengo una imagen tridimensional de cada uno para ti, así sabrás

quiénes son y demás. De las ocho a las once dispones de tiempo para averiguar quién lleva el contrabando.

-¿Qué clase de contrabando?

-Del peor. Espaciolina alterada.

-¿Espaciolina alterada?

Me había vencido. Sabía lo que era la espaciolina. Si ustedes han realizado un vuelo espacial lo sabrán también. Y si no han salido de la Tierra, el hecho es que

todo el mundo la necesita en el primer viaje espacial; casi todo el mundo la necesita durante la primera docena de viajes, y numerosas personas la necesitan además en todos sus viajes. Sin ella, uno siente vértigos acompañados de desvanecimientos, terrores y trastornos mentales casi crónicos. Tomándola, no pasa nada, no importa nada. Y no crea hábito ni tiene efectos secundarios perjudiciales. La espaciolina es ideal, esencial, insustituible. En caso de duda, tómenla.

-Eso es, espaciolina alterada -dijo Rog-. Mediante una simple reacción, que puede llevarse a cabo en cualquier sótano, es posible cambiar sus propiedades químicas haciendo de ella una droga capaz de provocar una tremenda dependencia, convirtiéndose entonces en hábito desde la primera vez. Se puede equiparar a los alcaloides más peligrosos que conocemos.

-¿Y se ha descubierto ahora todo eso?

-No. El Servicio lo sabe desde hace años, pero hemos evitado que se sepa, sofocando todos los descubrimientos. Ahora, sin embargo, el descubrimiento ha ido demasiado lejos.

-¿En qué sentido?

-Uno de los hombres que se detendrá en este puerto espacial lleva consigo cierta cantidad de espaciolina alterada. Los químicos del sistema de Capella, que no pertenecen a la Federación, la analizarán y construirán equipos para elaborar más. Después de eso, o bien nos enfrentaremos con la peor amenaza de drogas que jamás se ha visto, o suprimiremos el asunto suprimiendo su origen.

-¿Te refieres a la espaciolina?

-Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, suprimimos los viajes espaciales.

Decidí poner el dedo en la llaga.

-¿Quién de los tres la lleva?

-Si lo supiéramos -contestó Rog con una sonrisa desagradable-, ¿crees que te necesitaríamos a ti? Eres tú quien tiene que descubrir cuál de los tres la lleva.

-¿Me estás requiriendo para que haga un estúpido trabajo de registro?

-Si tocas al que no la lleva corres el riesgo de que te corten el pelo por la laringe. Cada uno de ellos es una personalidad en su propio planeta. Uno es Edward Har-

ponaster; otro es Joaquín Lipsky, y el tercero es Andiamo Ferrucci. ¿Está claro?

Tenía razón. Había oído hablar de todos ellos. Es probable que ustedes también. Eran señores importantes, muy importantes, y no se podía tocar a ninguno sin tener

pruebas de antemano.

-¿Se atrevería alguno de ellos a meterse en un asunto como… ?

-Hay metidos trillones en este asunto -replicó Rog-, lo que significa que cualquiera de los tres lo haría. Y uno de ellos lo ha hecho, porque Jack Hawk llegó hasta ese punto, antes de que le mataran…

-¿Jack Hawk ha muerto?

—Sí, y uno de esos tipos lo arregló para que le mataran. Tú tienes que descubrir quién. Si señalas antes de las once al culpable se te concederá una promoción y

aumento de sueldo; habrás vengado al pobre Jack Hawk y habrás salvado a la Galaxia. Si señalas al que no es, se producirá una desagradable situación interestelar, te sacarán de una oreja y figurarás además en todas las listas negras de aquí a Antares.

-¿Y si no señalo a nadie? -dije.

-Eso sería igual que señalar al que no es, por lo que al Servicio se refiere.

-Tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, o me pondrán en las manos mi propia cabeza, ¿no?

-Cortada a rodajas. Estás empezando a comprenderme, Max.

A pesar de que Rog Crinton me había parecido feo toda la vida, nunca me lo había parecido tanto. El único consuelo que sentía al mirarle era el pensar que él también estaba casado, y que vivía con su esposa en Puertomarte durante todo el año. ¡Cómo se lo merecía! Puede que sea duro con él, pero se lo merece.

Hice una rápida llamada a Flora, tan pronto como perdí de vista a Rog.

-¿Qué? -dijo ella. Los bordes magnéticos de su bata estaban abiertos, justo lo suficiente, y su voz era tan conmovedoramente suave como su aspecto.

-Chiquilla, dulzura -dije--. Se trata de algo que no puedo contarte, pero que no tengo más remedio que hacer, ¿comprendes? Espérame, lo acabaré aunque tenga

que cruzar en paños menores el Gran Canal helado, ¿comprendes? Aunque tenga que arrancar a Fobos del cielo. Aunque tenga que cortarme en pedazos y enviarme

a mí mismo en paquete postal.

-Vaya -dijo ella-. De haber sabido que iba a tener que esperar…

Di un respingo. Ella no era precisamente de las que responden a la poesía. En realidad, era una simple criatura de acción… pero después de todo, si yo iba a flotar

con Flora a baja gravedad en un mar de perfume de jazmín, el responder a la poesía no era la cualidad que yo consideraría más indispensable.

-Espérame, Flora -le supliqué--. No tardaré nada en absoluto. Te compensaré.

Me sentía molesto, desde luego, pero todavía no estaba preocupado. No había hecho Rog más que dejarme, cuando se me ocurrió exactamente el modo de descubrir al culpable.

Era fácil. Debía haber llamado de nuevo a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que prohíba que cada uno escoja lo mejor para sí. Terminaría en cinco minutos,

y luego me iría con Flora; un poco más tarde, quizá, pero con una promoción, un aumento y un baboso beso del Servicio en cada mejilla.

Miren, la cosa es así: los grandes industriales no suelen viajar mucho por el espacio; utilizan la recepción del transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna conferencia interestelar de alto nivel, donde probablemente iban esos tres, toman espaciolina. Por un lado, no tienen la suficiente experiencia en viajes como para arriesgarse a pasarse sin ella. Por otro, con la espaciolina el viaje resulta caro y los industriales hacen las cosas a lo caro. Pero el que llevaba el contrabando no podía aventurarse a tomar espaciolina, aun a riesgo de sufrir el mareo del espacio. Bajo la influencia de la espaciolina, podía tirar la droga, o dársela a alguien, o ponerse a hablar de ella sin darse cuenta. Tenía que conservar el control de sí mismo.

Era así de sencillo.

El Gigante de Antares llegó puntual. Hicieron entrar primero a Lipsky. Tenía unos labios gruesos y rojizos, carrillos redondos, cejas muy negras y pelo de un gris incipiente. Se limitó a mirarme y se sentó. Nada. Estaba bajo los efectos de la espaciolina.

-Buenas tardes, señor -dije.

Con voz soñadora, respondió:

-Surrealismo de Panamy corazones en tres cuartos de tiempo para una taza de cafacilidad de palabra.

Era la espaciolina, sin ninguna duda. Los resortes de la mente humana se hallaban sueltos. Cada sílaba sugería la siguiente en libre asociación.

Andiamo Ferrucci entró a continuación. Bigote negro, largo y enlustrado, color aceitunado, rostro marcado de viruela. Se sentó.

-¿Buen viaje? -pregunté.

-Viaje la luz fantastic toc el reloc cacareala del pájaro.

-Pájaro al tipo listo del libro de todo sitio de todo el mundo -añadió Lipsky.

Sonreí. Sólo quedaba Harponaster. Tenía la pistola de aguja cuidadosamente escondida, y la cuerda magnética lista para agarrarle.

Y entonces entró Harponaster. Era delgado, curtido y, aunque estaba casi calvo, bastante más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. Y estaba espaciolinado hasta la barbilla.

-¡Maldito! -exclamé.

-Malditono clave habla la última vez que te viento mueve la planta -replicó Harponaster.

Ferrucci añadió:

-Planta la semilla el territorio bien en andar dar a un ruiseñor.

Lipsky dijo:

-Señor alegre galopín pon pelota.

Paseé la vista de uno a otro mientras el disparate proseguía a ráfagas cada vez más cortas hasta que todos quedaron en silencio.

En seguida me di cuenta de la situación. Uno de ellos estaba fingiendo. Lo había previsto de antemano al comprender que si prescindía de la espaciolina se delataría. Debió de sobornar a un oficial para que le inyectara una solución salina o se las había arreglado para simularlo de algún otro modo.

Uno de ellos estaba fingiendo. No era difícil simularlo. Los comediantes sunetéricos incluían normalmente en sus repertorios un número sobre la espaciolina. Eran sorprendentes las libertades que podían tomarse en el código

moral de esa manera. Ustedes les habrán oído.

Me quedé mirándoles, y sentí el primer pinchazo en la base del cráneo que me decía:

-¿Y si no descubres al culpable?

Eran las ocho y media; me jugaba mi trabajo, mi reputación y mi cabeza, que empezaba a sentirse insegura sobre mi cuello. Lo dejé todo para luego y pensé en

Flora. No me iba a estar esperando eternamente. De hecho, era muy posible que no me esperara ni media hora.

Me pregunté si el que estaba fingiendo podría mantener esa asociación incoherente de palabras si la conducía suavemente a un terreno peligroso.

-Aquel señor lleva una hermosa toga --dije, haciendo que la última palabra sonara algo así como «droga».

Lipsky dijo:

-Droga desde abajo el todo re mi fa sol que está salvado.

-Salvado del raspado por encima de la manada ordenada del unicornio cursi como Kansas blanco como la nieve -dijo Ferrucci.

-Nieve y viento los dos por cuatro ochavocación y sensibilidad juntas -añadió Harponaster.

-Juntas y costurones -dijo Lipsky.

-Uronamente -continuó Ferrucci.

-Mentación -dijo Harponaster.

Hubo unos gruñidos más, y se quedaron en silencio.

Lo intenté de nuevo, procurando hacerlo con cautela.

Ellos recordarían después todo cuanto yo dijese, así que debía ser algo inofensivo.

-Esta es una estupenda espacio-línea -dije.

-Líneas y tigres y elefantes de la pradera de los perros que ladran guauguau…

Le interrumpí, mirando a Harponaster.

-Una estupenda espacio-línea.

-Alinea la cama y descansa un poco a oscura sospecha de falta echar el cierre de un día perfecto -contestó Harponaster.

Interrumpí de nuevo, mirando a Lipsky.

-Buena espacio-linea.

-Lino cálido y no voya ser loquetú y doblo la apuesta y la patata y la pata.

Alguien añadió:

-La pata del enfermotario es necesario y lloro parpadeante.

-Ante corriendo.

-Ya voy.

--Oigo.

-Goma de sello.

-Ello.

Lo intenté unas cuantas veces más y no conseguí nada. El farsante, quienquiera que fuese, había practicado o tenía talento natural para hablar con libre asociación.

Había desconectado su cerebro y dejaba que sus palabras salieran de cualquier modo. Y sin duda lo hacía así porque sabía exactamente lo que yo buscaba. Si «droga» no lo había dejado claro, el repetirle tres veces «espacio-línea» debió dejárselo de sobra. Yo no corría peligro con los otros dos, pero él lo sabía.

Y se estaba divirtiendo conmigo. Los tres estaban diciendo frases que podían haber delatado un profundo sentimiento de culpabilidad: «alma que salvar», «oscura-

sospecha de culpa», «droga desde abajo», etc. Dos decían esas cosas involuntariamente, al azar. El tercero se estaba divirtiendo.

Entonces, ¿cómo descubrir a ese tercero? Experimentaba un febril sentimiento de odio contra él, y se me crispaban los nervios. Aquel bastardo estaba trastornando

la Galaxia. Lo que es más, me estaba impidiendo ir a ver a Flora.

Podía encararme con cada uno de ellos y empezar a registrarles. Los dos que estaban verdaderamente bajo los efectos de la espaciolina no harían ningún movimiento para detenerme. No podían sentir ninguna emoción, ansiedad, odio, pasión, ni deseo de autodefensa. Y si uno hacía el más ligero movimiento de resistencia, yo habría encontrado a mi hombre.

Pero los inocentes lo recordarían después.

Suspiré. Si lo intentaba, desde luego descubriría al criminal, pero después me convertiría en la cosa más parecida a un picadillo que haya existido jamás. Se produciría una conmoción en el Servicio, habría un lío tan grande como la Galaxia, y con la excitación y la confusión, el secreto de la espaciolina alterada se descubriría y entonces se iría todo al traste.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que el primero que tocara fuese el que buscaba. Había una probabilidad entre tres. Yo no tendría más que una, y sólo Dios podía hacer que acertara.

¡Maldita sea!, algo les había hecho empezar a hablar mientras yo razonaba conmigo mismo, y la espaciolina es contagiosa como el demonio…

Miré desesperado el reloj y vi que eran las nueve y cuarto.

¿Adónde demonios se iba el tiempo?

¡Ah, rayos; ah, diablos; ah, Flora!

No tenía elección. Me dirigí a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Cuestión de un segundo nada más, comprendan; lo bastante para mantener vivo el interés, suponiendo que no estuviera ya muerto.

Me repetía a mí mismo: no va a contestar.

Traté de prepararme para ello. Había otras chicas, había otras…

Demonios, no había otras chicas.

Si Hilda hubiera estado en Puertomarte, en primer lugar nunca se me habría pasado Flora por la imaginación y no me habría importado. Pero estaba en Puertommarte

sin Hilda y había concertado una cita con Flora; Flora y su cuerpo, hecho de todo lo más suave, fragante y firme; Flora y su habitación de baja gravedad y su manera de moverse en él que hacía que uno sintiera como si se precipitase en un océano respirable de crema achampañada…

La señal sonaba y sonaba, y no me decidía a colgar.

¡Contesta! ¡Contesta!

Y contestó.

-¡Eres tú! -exclamó.

-Pues claro, cariño, ¡quién más podía ser!

-Infinidad de personas. Y desde luego, cualquiera de ellas vendría.

-Tengo que terminar este pequeño asunto, tesoro.

-¿Qué asunto? ¿El de los plastones? --casi estuve a punto de corregirle su gramática, pero me pregunté qué era eso de los plastones.

Entonces recordé. Le dije una vez que yo era vendedor de plaston. Fue aquella vez que le lleve un camisón de plaston que era una monada. Sólo el pensar en ello hacía que me doliera aún más el corazón.

-Escucha -dije-, dame otra media hora…

Sus ojos se humedecieron.

-Estoy sentada aquí yo sola.

-Te compensaré por ello.

Para demostrarle lo desesperado que me estaba sintiendo, mis pensamientos empezaron a tomar definitivamente unos derroteros que sólo podían conducir a la joyería, aunque a riesgo de hacerle una considerable mella a mi cuenta bancaria, cosa que la aguda vista de Hilda detectaría como si fuese la Nebulosa de la Cabeza del Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea.

-Tenía una cita estupenda y la rompí -dijo.

-Dijiste -protesté- que se trataba tan sólo de un pequeño compromiso sin importancia.

Fue un error por mi parte. Lo comprendí en el momento de decirlo.

-¡Un compromiso sin importancia! -exclamó. Era lo que ella había dicho. Pero el tener la verdad de nuestra parte no hace sino empeorar las cosas cuando se discute con mujeres. Si lo sabré yo-. Hablar así de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra…

Siguió y siguió hablando sobre esa finca en la Tierra. No había ni una chica en Puertomarte que no suspirara por una propiedad terrestre, y no había una sola que la consiguiera. Pero la esperanza brota eternamente en el pecho humano, y Flora tenía amplio espacio para que creciera.

Traté de hacerla callar. Estuve haciéndome mieles con ella hasta el punto de parecer que todas las abejas del planeta Tierra la estaban acumulando más y mejor.

No sirvió de nada. Finalmente dijo:

-Y yo aquí, completamente sola, sin nadie; ¿qué te imaginas que significará eso para mi reputación? -y cortó la comunicación.

Bueno, ella tenía razón. Me sentía el ser más inferior de la Galaxia. Si se corría la voz de que la habían dejado plantada, también se comentaría que era posible hacer tal cosa, y que estaba perdiendo su antiguo tacto.

Una cosa así puede arruinar a una chica.

Volví a la sala de espera. Un subordinado que había junto a la puerta me saludó al entrar.

Me quedé mirando a los tres magnates y me puse a pensar en qué orden los estrangularía, si me dieran permiso para hacerlo. Harponaster el primero, quizá. Tenía un cuello delgado, fibroso, que podía rodear perfectamente con los dedos y una puntiaguda nuez contra la que podrían sujetarse los pulgares.

Esto me animó hasta el punto que murmuré: «¡Muchacho! », de las ganas que me daban.

Eso les puso en marcha inmediatamente.

-Mucha agua del caño va a la nieve para estornudar de vino… -dijo Ferrucci.

-El sobrino y la sobrina no sorben como el gato rayado -añadió Harponaster, el del cuello flaco y huesudo.

-Ganado para embarquentrando en casa un buen bocado y bebida bocharro -dijo Lipsky.

-Borra el pasaje anterior.

-Feroz animal de presa.

-Regresa a Chicago.

-Hago.

-Goma.

-Marbol.

-Bol.

Luego nada.

Se me quedaron mirando. Yo les miré a ellos. Ellos estaban vacíos de emoción -o al menos lo estaban dos-, y yo estaba vacío de ideas. Y el tiempo pasaba.

Les miré un poco más y pensé en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que perder que no hubiera perdido ya. Poco importaba que hablara de ella.

-Caballeros -dije-, hay una chica en esta ciudad cuyo nombre no mencionaré por temor a comprometerla. Permítanme que se la describa.

Y así lo hice. Por decirlo así, las dos horas pasadas me habían agudizado hasta el extremo de ser un campo de fuerza tan puro que la descripción de Flora adquirió

una especie de poesía que parecía proceder de algún manantial de fuerza masculina en las profundidades del subsótano de mi inconsciencia.

Y ellos permanecieron sentados inmóviles, como si estuvieran escuchando, y sin apenas interrumpir. Las personas bajo los efectos de la espaciolina manifiestan una

especie de cortesía. No hablan cuando alguien está hablando. Por eso hablan siguiendo un turno.

A veces, por supuesto, me detenía un momento porque lo conmovedor del tema me obligaba a hacer una pausa, y entonces alguno de ellos podía decir unas pocas palabras antes de que yo pudiera recuperarme y continuar.

-Rosa de champán, pan y vino.

-Alrededor de y o las arenosas playas.

-Pimienta y sal to del leopardo.

Les hice callar y continué hablando.

-Esa joven, señores -dije-, tiene un apartamento equipado con baja gravedad. Pueden ustedes preguntarse para qué sirve la baja gravedad. Tengo intención de contárselo a ustedes, señores, porque si nunca han tenido ocasión de pasar una tranquila noche con una prima donna de Puertomarte en privado, no se lo podrán imaginar.

Pero intenté que no les fuera necesario imaginárselo; por el modo como lo conté era como si estuvieran allí. Recordarían todo eso después, pero dudaba mucho que

ninguno de los dos inocentes tuviera nada que objetar cuando reflexionara más tarde. Lo más probable era que me buscaran para pedirme el número de teléfono de la chica.

Seguí hablándoles con todo lujo de detalles y una especie de sentida tristeza en la voz, hasta que el altavoz anunció la llegada del Devorados del Espacio.

Había llegado el momento.

-Levántense, señores --dije en voz alta.

Se levantaron a la vez, se pusieron frente a la puerta y empezaron a caminar y, cuando Ferrucci pasó junto a mí, le di un golpecito en el hombro.

-Usted no, bicho asesino -y mi espiral magnética rodeó su muñeca antes de que tuviera tiempo a hacer el menor movimiento.

Ferrucci luchó como un demonio. No estaba bajo influencia de la espaciolina. Se le encontró la espaciolina alterada en unos rellenos delgados, unas almohadillas de

plástico de color carne, sujetas a la parte interna de los muslos, con pelos y todo, de modo que imitaban asombrosamente el cuerpo natural. No se distinguía lo que

eran en absoluto; sólo al tacto, y aun así se necesitó un cuchillo para estar seguros.

Después, Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alivio, me agarró por la solapa casi con brutalidad.

-¿Cómo lo conseguiste? ¿Cómo llegaste a descubrirle?

-Uno de los tres simulaba los efectos de la espaciolina -dije, intentando zafarme-. Estaba seguro. Así que les conté… -me mostré cauteloso. Como ustedes pueden imaginar, no tenía por qué contarle detalles a este pesado-. Esto… bueno, historias verdes; y dos de ellos no reaccionaban en absoluto, así que estaban bajo los efectos de la espaciolina. Pero la respiración de Ferrucci se aceleró y le aparecieron en la frente gotas de sudor. Les hice una descripción lo más emocionante que pude, y él

reaccionó, por tanto no estaba bajo los efectos de la espaciolina. Y cuando todos se pusieron de pie para dirigirse a la nave, sabía con seguridad quién era el hombre que buscaba y le detuve. ¿Me dejas irme ahora?

Me soltó y casi me caí de espaldas.

Estaba listo para irme. Mis pies me llevaban ya sin yo proponérmelo; pero me volví otra vez y le dije:

-Oye, Rog, ¿puedes firmarme un vale por mil créditos sin que aparezca en el registro… por los servicios prestados al Servicio?

Entonces fue cuando me di cuenta de que estaba me-dio loco de alivio y lleno de transitoria gratitud, porque dijo:

-Desde luego, Max; no faltaba más. Y por diez mil créditos si quieres.

-Pues quiero -dije-. Quiero. Quiero.

Rellenó un vale oficial del Servicio por diez mil créditos, tan bueno como el dinero en efectivo por lo menos en media Galaxia. De hecho, sonrió al entregármelo y

pueden apostar a que yo sonreí también al recibirlo.

Cómo justificaría él después el dinero que me entregaba era cuenta suya. La cuestión era que yo no tendría que rendirle cuentas a Hilda.

Me metí por última vez en la cabina y llamé a Flora. No me atrevía a dejar así las cosas hasta que estuviera en su casa. La media hora adicional podía darle el tiempo

justo para quedar con algún otro, si no lo había hecho ya.

Que conteste. Que conteste. Que…

Contestó, pero llevaba puesta ropa de calle. Se disponía a salir y era evidente que la había cogido en su casa por los pelos.

-Voy a salir -anunció-. Aún hay hombres que se portan con decencia. Así que no quiero verle de aquí en adelante. No quiero volver a verle más el pelo. Y me hará usted un gran favor, señor Como-se-llame, si desconecta mi línea y no la contamina…

Yo no decía nada. Me limitaba a estar allí delante, conteniendo el aliento y sosteniendo el vale en alto, de modo que ella pudiera verlo. Eso nada más. Con el vale en la mano.

Efectivamente, a la vez que decía «contamine» se acercó para ver qué le enseñaba. No era una muchacha muy instruida, pero podía leer «diez mil créditos» más de prisa que cualquier graduada de Universidad en todo el Sistema Solar.

-¡Max! ¿Es para mí? -preguntó.

-Todo para ti, chiquilla -contesté-. Te dije que tenía que terminar un pequeño asunto. Quería darte la sorpresa.

-¡Oh, Max, qué amable eres! No estaba hablando en serio. Lo decía en broma. Bueno, vente inmediatamente para acá -se quitó el abrigo, lo que en Flora resulta un gesto muy interesante de observar.

-¿Qué hay de tu cita? -dije.

-Ya te he dicho que estaba bromeando -contestó. Dejó caer suavemente el abrigo al suelo y jugueteó con un broche que parecía sostener lo poco que constituía su

vestido.

-Voy -dije débilmente.

-Con todos y cada uno de esos créditos --dijo con picardía.

-Con todos y cada uno.

Corté la comunicación y salí de la cabina.; por fin podía disponer de mí mismo, pero disponer de verdad.

Oí que gritaban mi nombre desde atrás.

-¡Max! ¡Max! -alguien corrió hacia mí-. Rog Crinton me dijo que te encontraría aquí. Mamá se puso buena por fin, así que saqué un pasaje especial en el Devorador del Espacio. Bueno, ¿y qué es eso de los diez mil créditos?

No quise volverme.

-Hola, Hilda -dije.

Me mantuve impasible como una roca.

Luego me volví e hice la cosa más heroica que he logrado hacer en toda mi maldita e inútil vida de recorrer los espacios:

Sonreí.