PROLOGO
En un principio había planeado hacer que esta fuera otra historia de Wendell Urth, pero estaba a punto de publicarse una nueva revista y quería estar representado en ella con algo que no pareciera un resto de otra publicación. Hice las variaciones oportunas. Ahora estoy un poco arrepentido; le he estado dando vueltas a la idea de escribir de nuevo el relato para este volumen y volver a incluir al doctor Urth, pero la desidia es la que ha triunfado al final.
Como todos los hombres que trabajaban para el gran Llewes, Edmund Farley llegó al punto en que pensaba con vehemencia en el placer que le daría matar al tal gran Llewes.
Ningún hombre que no haya trabajado para Llewes Podría entender completamente ese sentimiento. Llewes (los hombres se olvidaban de su nombre de pila, o llegaban a pensar casi inconscientemente que era Grande; así, con G mayúscula) era el prototipo que todo el mundo imaginaba de gran investigador de lo desconocido: a la vez implacable y brillante, no se rendía ante el fracaso ni dejaban de ocurrírsele jamás nuevos y más ingeniosos modos de abordar el problema.
Llewes era un especialista en química orgánica que había puesto el Sistema Solar al servicio de su ciencia. El fue el primero en utilizar la Luna para llevar a cabo reacciones a gran escala que debían realizarse en el vacío, a temperaturas de ebullición o de licuación del aire, según la época del mes. La fotoquímica se convirtió en algo nuevo y maravilloso cuando se enviaron aparatos cuidadosamente diseñados para que flotaran libremente en órbita alrededor de las estaciones espaciales.
Pero, a decir verdad, Llewes era un ladrón de méritos, pecado casi imposible de perdonar. Cuando a un estudiante desconocido se le ocurrió por primera vez montar un aparato en la superficie lunar, o un técnico diseñó el primer reactor espacial autónomo, no se sabe cómo, ambos logros acabaron asociándose al nombre de Llewes.
Y no se podía hacer nada. Si un empleado, en su indignación, llegaba a renunciar a su empleo, perdía su recomendación y se encontraba en dificultades para conseguir otro trabajo. Sin pruebas, su palabra no tenía ningún valor frente a la de Llewes. Por otra parte, aquellos que seguían con él, los que aguantaban y se marchaban finalmente con su favor y su recomendación, tenían asegurado su éxito futuro.
Pero mientras permanecían allí, disfrutaban al menos del dudoso placer de contarse entre sí el odio que le tenían.
Y Edmund Farley tenía sobrados motivos para unirse a este coro. Había vuelto de Titán, el mayor satélite de Saturno, donde había instalado él solo -ayudado únicamente por robots- un equipo para utilizar con pleno rendimiento la reducida atmósfera de dicho satélite. Los planetas mayores tienen sus atmósferas compuestas de hidrógeno y metano en su mayor parte; pero Júpiter y Saturno eran demasiado grandes para habérselas con ellos, y Urano y Neptuno resultaban muy caros todavía por alejados que estaban. Titán, sin embargo, era del tamaño de Marte; es decir, era lo bastante pequeño como para poder trabajar en él y lo bastante grande y frío como para conservar una atmósfera entre media y enrarecida de hidrógeno y metano.
Las reacciones a gran escala podían llevarse a cabo fácilmente en esa atmósfera de hidrógeno, mientras que en la Tierra, esas mismas reacciones ofrecían dificultades cinéticas. Durante medio año había estado Farley trazando una y otra vez los planos de Titán y soportando sus condiciones, y había regresado a la Tierra con una serie de datos sorprendentes. Sin embargo, sin saber cómo, casi inmediatamente después, Farley tuvo ocasión de ver cómo sus datos se fragmentaban y empezaban a adquirir nueva forma, como si fueran un logro de Llewes.
Los demás le compadecieron, se encogieron de hombros y le brindaron su amistad. A Farley se le puso tenso su rostro marcado por el acné, apretó sus finos labios y escuchó cómo tramaban los demás acciones violentas.
Jim Gorham era el más hablador. Farley sentía cierto desprecio por él porque era un «hombre del vacío», que jamás había salido de la Tierra.
-Llewes es un hombre fácil de matar por lo metódico de sus costumbres -dijo Gorham-. Podéis contar con eso. Por ejemplo, fijáos en ese empeño que tiene de comer a solas. Cierra su despacho a las doce exactamente Y lo abre a la una en punto. ¿No es así? Nadie entra en su despacho durante ese intervalo, de modo que el veneno tiene tiempo de sobra para hacer su efecto.
-¿Veneno? -preguntó Belinsky dubitativo.
-Es fácil. Aquí hay venenos de todas clases. Pide el que quieras; verás como lo tenemos. Bien. Llewes toma un queso suizo untado en pan de centeno, con una clase especial de condimento que tiene un fuerte sabor a cebolla. Todos lo sabemos, ¿no? Estamos cansados de notarle el olor durante toda la tarde, y recordamos también el grito de desencanto que lanzó cuando se agotó el condimento en el comedor una vez, la primavera pasada. Nadie se atreve ya a tocar el condimento ese, así que el veneno que se le echara mataría a Llewes y a nadie más…
Todo eso no era más que una especie de fantasía durante el almuerzo, pero no para Farley.
Siniestramente, y en serio, decidió asesinar a Llewes.
Se convirtió para él en una obsesión. La sangre le producía cosquilleos cuando imaginaba a Llewes muerto, y se veía a sí mismo adjudicándose los honores a los que tenía derecho por todos aquellos meses que había vivido en una pequeña burbuja de oxígeno y había tenido que andar por regiones de amoníaco helado, apartando productos y montando nuevas reacciones en los vientos tenues y fríos de hidrógeno y metano.
Pero tenía que ser algo que no pudiera hacerle daño a nadie más que a Llewes. Esto dificultaba la cuestión y enfocaba las cosas hacia la sala de las atmósferas de Llewes. Se trataba de una habitación larga y baja, aislada del resto de los laboratorios por bloques de cemento y puertas a prueba de fuego. Nunca entraba nadie en ella excepto Llewes, a no ser en presencia de éste y con permiso suyo. No es que la habitación estuviera realmente cerrada con llave. La férrea tiranía que Llewes había establecido hacía que el descolorido pedazo de papel en el que se leía «Prohibida la Entrada», firmado con sus iniciales, resultara una barrera más grande que cualquier cerradura… menos cuando el deseo de matar fuera superior a todo lo demás.
Entonces, ¿qué posibilidades ofrecía la sala de las atmósferas? Las comprobaciones habituales de Llewes, sus precauciones casi infinitas, no dejaban nada al azar. Cualquier manipulación que se hiciera en el equipo, a menos, que fuera excepcionalmente sutil, sería descubierta con toda seguridad.
¿Un incendio entonces? En la sala de las atmósfera, había cantidades de material inflamable, pero Llewes no fumaba y estaba perfectamente preparado para un caso de peligro de incendio. Nadie estaba tan apercibido como él para esa eventualidad.
Farley pensó con impaciencia en el hombre de quien tan difícil parecía tomarse justa venganza, en ese ladrón que jugaba con sus pequeños tanques de metano e hidrógeno, cuando Farley los había usado por millas cúbicas. Llewes, con sus pequeños tanques, había alcanzado la fama; Farley, manejando millas cúbicas, había quedado en el olvido.
Todos esos pequeños depósitos de gas, cada uno de un color, constituían cada uno una atmósfera sintética. El gas de hidrógeno estaba en los depósitos marrones, y el dióxido de carbono que contenían los plateados formaba la atmósfera de Venus. Los depósitos amarillos de aire comprimido y los verdes de oxígeno estaban para cuando necesitaba operar con la química terrestre. Era un desfile de colores como el arco iris, y cada color se había convenido siglos atrás.
Entonces le vino la idea. No llegó a ella penosamente, sino que se le ocurrió de repente. En un instante había cristalizado todo en el espíritu de Farley y se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
Farley esperó un penoso mes hasta el 18 de septiembre, que era el Día del Espacio. Era el aniversario del primer vuelo espacial tripulado, y nadie trabajaría esa noche. El Día del Espacio era, de todas las fiestas, la más significativa para los científicos, y hasta el laborioso Llewes iría a divertirse.
Farley entró esa noche en los laboratorios Orgánicos Centrales -por llamarlos por su nombre oficial- seguro de pasar inadvertido. Los laboratorios no eran bancos o museos. No había peligro de robo, y los vigilantes nocturnos se tomaban su cometido con mucha filosofía.
Farley cerró la puerta principal cuidadosamente tras de sí y avanzó con cautela por los pasillos oscuros hacia la sala de las atmósferas. Iba provisto de una linterna, un frasquito de polvo negro y un pincel que había comprado en una tienda de artículos de pintura al otro lado de la ciudad, tres semanas antes. Llevaba puestos unos guantes.
Lo más difícil de todo fue entrar realmente en la sala de las atmósferas. La prohibición de la puerta le coartaba más que la prohibición general de asesinar. Sin embargo, una vez que hubo entrado, una vez pasado el riesgo mental, el resto fue fácil.
Cubrió la linterna y encontró el depósito sin un titubeo. El corazón le latía tan fuerte que casi le ensordecía, mientras su respiración se hacía más agitada y las manos le temblaban.
Se puso la linterna debajo del brazo y metió la punta del pincel en el polvo negro. Una vez impregnado, Farley apuntó con él al interior de la boquilla del manómetro sujeto al depósito. Tardó unos segundos, largos como milenios, en meter la temblorosa punta del pincel en la boquilla.
Farley lo movió con cuidado, lo mojó de nuevo en el polvo negro y lo introdujo una vez más en la boquilla. Repitió la operación una y otra vez, casi hipnotizado por la intensidad de su propia concentración. Finalmente, haciendo uso de un trocito de pañuelo de papel mojado con saliva, empezó a limpiar el anillo exterior de la boquilla, enormemente aliviado de ver que había terminado el trabajo y que no tardaría en salir de allí.
Fue entonces cuando se le quedó paralizada la mano y le invadió la angustiosa incertidumbre del miedo. Lo linterna se le cayó estrepitosamente al suelo.
¡Idiota! ¡Perfecto y desdichado idiota! ¡No lo había pensado bien!
¡Bajo la violencia de su emoción y ansiedad, había elegido el depósito que no era!
Agarró la linterna, la apagó y con el corazón latiéndole violentamente, prestó atención por si sonaba algún ruido
En el prolongado silencio de muerte, fue recobrando parcialmente el dominio de sí y se esforzó por considerar que lo que había podido hacer una vez podía repetirlo de nuevo. Puesto que había estado manipulando el’ el depósito que no era, hacerlo en el que era sólo le llevaría un par de minutos más.
Otra vez entraron en acción el pincel y el polvo negro.
Al menos no se le había caído el frasco de polvo; el polvo mortal y abrasador. Esta vez no se había equivocado de depósito.
Terminó y limpió de nuevo la boquilla con mano terriblemente temblorosa. Paseó entonces la luz de la linterna a su alrededor y la detuvo sobre una botella reactiva de tolueno. Eso le serviría. Desenroscó el tapón de plástico, derramó un poco de tolueno por el suelo, y dejó la botella abierta.
A continuación salió a trompicones del edificio como en un sueño, echó a correr hacia la residencia y se refugió en su propia habitación. A lo que a él se le alcanzaba, nadie había reparado en él durante todo este tiempo.
Se deshizo del pañuelo que había empleado para limpiar las boquillas de los depósitos de gas metiéndolo en el desintegrador de basuras, donde no tardó en sufrir una descomposición molecular. Lo mismo ocurrió con el pincel que arrojó a continuación.
No podía desembarazarse del frasco de polvo de igual manera, a no ser que hiciera algunos ajustes en el desintegrador de basuras, cosa que le parecía muy arriesgada. Iría andando al trabajo, como hacía a menudo, y lo tiraría desde el puente de la Calle Central…
A la mañana siguiente, Farley se contempló en el espejo y se preguntó si se atrevería a ir a trabajar. La idea era una estupidez; a lo que no se atrevería era a no ir a trabajar. No debía hacer nada que pudiera atraer la atención hacia sí en este día tan especial.
Con sorda desesperación, puso todo su empeño en reproducir sus actos normales insignificantes que ocupaban la mayor parte del día. Era una mañana cálida y agradable, y fue andando al trabajo. No necesitó más que un simple movimiento de muñeca para deshacerse del frasco. Provocó una pequeña salpicadura en el río, se llenó de agua y se hundió.
Poco más tarde, se hallaba sentado en su mesa de despacho contemplando fijamente su computador manual. Mora que ya estaba hecho, ¿daría resultado? Puede que a Llewes le pasara inadvertido el olor a tolueno. ¿Por qué no? El olor no era agradable, pero tampoco repugnante. Los químicos orgánicos estaban acostumbrados a él.
Luego, si Llewes seguía interesado en los procedimientos de hidrogenación que Farley había traído de Titán, no tardaría en poner en funcionamiento el depósito de gas. No tenía más remedio. Después de un día de fiesta, Llewes estaría más ansioso que de costumbre por volver al trabajo.
Entonces, tan pronto como hiciera girar la llave del manómetro, se escaparía un poco de gas y se convertiría en una lengua de fuego. Si había la cantidad apropiada de tolueno en el aire, se transformaría inmediatamente en una explosión…
Tan sumido estaba Farley en sus meditaciones que aceptó el sordo estampido a distancia como un producto de su propia imaginación, un contrapunto de sus pensamientos, hasta que oyó ruido de pasos.
Farley levantó la vista, y con la garganta seca, gritó:
-Qué… qué…
-No sé -le contestó a voces el otro-. Algo ha ocurrido en la sala de las atmósferas. Una explosión. Hay un lío de mil diablos.
Habían puesto en marcha los extintores; apagaron las llamas y sacaron de entre las ruinas a un Llewes destrozado y lleno de horribles quemaduras. No le quedaba más que un soplo de vida, y murió antes de que el doctor tuviera tiempo de predecirlo.
Edrnund Farley se mantuvo apartado del grupo que rondaba en torno al lugar del suceso con insaciable y tremenda curiosidad. Su palidez y el brillo del sudor de su rostro no le distinguieron, en ese momento, de entre los demás. Volvió temblando a su despacho. Ahora se podía permitir el caer enfermo. A nadie le chocaría.
Pero, no se sabe por qué, no ocurrió así. Terminó el día, y por la noche empezó a quitársele el peso de encima. accidentes son los accidentes, ¿no? Había riesgos de tipo profesional que todos los químicos corrían, especialmente aquellos que manejaban compuestos inflamables. Nadie sospecharía lo que había pasado.
Y si alguien llegaba a sospecharlo, ¿qué posibilidades tenía de llegar hasta Edmund. Farley? El no tenía más que seguir como si nada hubiera ocurrido.
¿Nada? Dios mío, el mérito por lo de Titán sería ahora suyo. Sería un hombre famoso.
Efectivamente, se le quitó el peso de encima, y esa noche durmió.
Jim Gorham había desmejorado un poco en veinticuatro horas. Se le habían quedado tiesos los rubios pelos de la cabeza, y sólo el color claro de su barba disimulaba la necesidad que tenía de un buen afeitado.
-Todos hablábamos de asesinarle -dijo.
H. Seton Davenport, de la Oficina Terrestre de Investigación, daba metódicos golpecitos sobre el tablero de la mesa, tan quedos que no se podían oír. Era un hombre fornido, de rostro firme y pelo negro; su nariz afilada y prominente estaba hecha más para utilizarla que para adornar; y tenía una cicatriz en la mejilla en forma de estrella.
-¿En serio? -preguntó.
-No -dijo Gorham, negando violentamente con la cabeza-. Al menos, a mí no me lo parecía. Los planes que trazábamos eran disparatados: untarle los bocadillos de veneno y ponerle ácido en el helicóptero. Sin embargo, alguien ha debido tomarse en serio la cuestión… i Qué loco! ¡Por qué lo habrá hecho!
-Según lo que usted ha dicho -dijo Davenport-, creo que porque el muerto se apropiaba del trabajo de Otras personas.
-¿Y qué? -exclamó Groham-. Era el precio que cobraba por lo que hacía. El mantenía unido a todo el equipo. Era los músculos y las tripas del grupo. Llewes era el que se enfrentaba con el Congreso y conseguía la subvención. El era el que obtenía permiso para llevar a cabo los proyectos del espacio y enviar hombres a la Luna o adonde fuera. Convencía a las Compañías de Líneas espaciales e industriales para que emprendieran trabajos de millones de dólares para nosotros. El dirigía el Organo Central.
-¿Se ha dado cuenta de todo eso de la noche a la mañana?
-Realmente, no. Siempre lo he sabido; pero ¿qué podía hacer? He renunciado por miedo a los viajes espaciales; encontré excusas para evitarlos. Yo era un hombre del vacío, y ni siquiera he llegado a visitar jamás la Luna. La verdad es que tenía miedo, pero lo que más miedo me daba era que los demás me lo notaran -dijo como escupiendo desprecio por sí mismo.
-¿Y quiere encontrar ahora a alguien a quien castigar? -dijo Davenport-. ¿Quiere compensar al Llewes muerto de ese crimen que usted cometió contra el Llewes vivo?
-¡No! No mezcle usted en esto a la psiquiatría. Le aseguro que es un asesinato. Tiene que serlo. Usted no conocía a Llewes. Era un monomaníaco de la seguridad. No había posibilidad de que ocurriera ninguna explosión cerca de él, a menos que la hubieran preparado cuidadosamente.
-¿Qué es lo que estalló, doctor Gorham? -preguntó Davenport encogiéndose de hombros.
-Pudo ser cualquier cosa. El manejaba sustancias orgánicas de todas clases: benceno, éter, piridina… y todos ellos inflamables.
-Yo estudié química hace tiempo, doctor Gorham, Y ninguno de esos líquidos puede explotar a la temperatura ambiente, según recuerdo. Tiene que haber alguna clase de calor, una chispa, una llama.
-Desde luego, hubo fuego.
-¿Cómo se produjo?
-No tengo ni idea. No había mecheros ni cerillas en la sala. Los equipos eléctricos estaban todos fuertemente protegidos. Incluso las cosas más corrientes, corno las pinzas, estaban fabricadas especialmente de bírilío y cobre, u otras aleaciones que no producen chispas. Llewes no fumaba, y habría despedido inmediatamente a cualquiera que se acercara a cien metros de la sala con un cigarrillo encendido.
-¿Qué fue, entonces, lo último que manejó él?
-Es difícil decirlo. La sala parecía una auténtica leonera.
-Pero ya la habrán ordenado, supongo.
-No -contestó el químico con repentina ansiedad-. Me cuidé de que no lo hicieran. Dije que teníamos que investigar las causas del accidente para comprobar que no fue una negligencia. Ya sabe, para evitar la mala publicidad. Así que está intacta.
-Muy bien -asintió Davenport-. Vamos a echarle una mirada.
Ya en la sala ennegrecida y destrozada, dijo Davenport:
-¿Qué es lo más peligroso del equipo que hay aquí?
Gorham miró a su alrededor.
-Los tanques de oxígeno comprimido -dijo señalándolos.
Davenport miró los depósitos de diversos colores pegados a la pared y sujetos con una cadena. Algunos descansaban pesadamente contra la cadena, torcidos por la fuerza de la explosión.
-¿Qué me dice de éste? -dijo Davenport.
Dio una patada a un depósito rojo que estaba volcado en el suelo en medio de la habitación. Era pesado y no se movió.
-Ese es de hidrógeno -dijo Gorham.
-El hidrógeno es explosivo, ¿no?
-Es cierto… cuando se le enciende.
-Entonces, ¿por qué dice que el oxígeno comprimido es el más peligroso? El oxígeno no explota, ¿no es cierto?
-No. Ni arde tampoco, pero favorece la combustión. Las cosas se queman en él.
-¿Y…?
-Bueno mire -la voz de Gorham pareció animarse ligeramente ahora era el científico explicando algo sencillo a un profano inteligente-. Se puede dar el caso de que alguien engrase la válvula antes de enroscarla en el depósito, para que cierre más herméticamente. 0 untarla de algo inflamable por equivocación. Entonces, al abrir la válvula, estallaría y la haría saltar. Entonces el oxígeno del depósito saldría a chorro con la fuerza de un reactor en miniatura y derribaría la pared; el calor de la explosión podría hacer arder los líquidos inflamables de alrededor,
-¿Están intactos los tanques de oxígeno en este lugar?
-Sí, lo están.
Davenport le dio una patada al depósito de hidrógeno que tenía a sus pies.
-El manómetro de este depósito marca cero. Supongo que eso significa que se estaba utilizando en el momento de la explosión y que se ha ido vaciando después.
-Supongo que sí -asintió Gorham.
-¿Se podría hacer estallar el hidrógeno untando aceite en el manómetro?
-Desde luego que no.
Davenport se frotó la barbilla.
-¿Hay algo que pueda hacer arder el hidrógeno, aparte de cualquier chispa?
-Un catalizador -murmuró Gorharn-. El polvo negro de platino es el mejor. Se trata de platino en polvo.
Davenport pareció sorprenderse.
-Tienen ustedes polvo de ese?
-Por supuesto. Es caro, pero no hay nada mejor para catalizar hidrogenaciones -se quedó en silencio y contempló el depósito de hidrógeno durante largo rato- Polvo negro de platino -murmuró finalmente- Me pregunto…
-Entonces, el polvo negro de platino podría hacer arder el hidrógeno, ¿no?
-Sí, claro. Da lugar a que se combinen el hidrógeno Y el oxígeno a temperatura ambiente. No es necesario el calor. La explosión ocurriría igual que si hubiera sido causada por el calor, exactamente igual…
La excitación fue subiendo de tono en la voz de Gorham, y cayó de rodillas junto al depósito de hidrógeno. Pasó el dedo por el extremo ennegrecido. Puede que no fuera más que hollín, pero también podía ser…
Se puso en pie.
-Señor, así es como han debido hacerlo. Voy a sacar las partículas que pueda de esa sustancia extraña que tiene la boquilla y hacerle un análisis espectrográfico.
-¿Cuánto tardará?
-Deme unos quince minutos de tiempo.
Gorham volvió a los veinte minutos. Davenport había hecho una meticulosa inspección por el laboratorio incendiado. Levantó la vista.
-¿Y bien?
-Lo hay -dijo Gorham triunfante-. No mucho, pero lo hay.
Mostró un trozo de negativo en el que se veía a contraluz una serie de pequeñas líneas blancas y paralelas, irregularmente espaciadas y con distintos grados de brillantez.
-La mayor parte es materia extraña, pero ¿ve usted estas líneas?…
Davenport lo observó de cerca.
-Son muy débiles. ¿Podría jurar usted ante un tribunal que se trata de platino?
-Sí -contestó Gorham inmediatamente.
-¿Lo juraría otro químico? Si se le mostrara esta foto a un químico contratado por la defensa, ¿podría alegar éste que las líneas son demasiado débiles para que pueda constituir una prueba evidente?
Gorham guardó silencio.
Davenport se encogió de hombros.
-Pero si está aquí -exclamó el químico-. El chorro de gas y la explosión han debido hacerlo desaparecer casi todo. No se puede esperar que quede mucho. Lo comprende, ¿no?
Davenport miró pensativo a su alrededor.
-Sí. Admito que existe una posibilidad bastante razonable de que sea un asesinato. Así que busquemos ahora nuevas y mejores pruebas. ¿Es este, a su juicio, el único depósito que han manipulado?
-No lo sé.
-Entonces, lo primero que vamos a hacer es comprobar los demás depósitos de la sala. Y lo demás, también Si hay un asesino, es posible que haya preparado otras trampas en la sala. Hay que comprobarlo.
-Empezaré… -comenzó a decir Gorham ansioso.
-No… usted, no -dijo Davenport-. Mandaré a un hombre de nuestros laboratorios para que lo haga.
A la mañana siguiente, Gorham estaba de nuevo en el despacho de Davenport. Esta vez le habían llamado.
-Tenía usted razón, se trata de un asesinato -dijo Davenport- Había otro depósito en las mismas condiciones.
-¡Lo ve!
-Un depósito de oxígeno. Encontramos polvo negro de platino en el extremo interior de la boquilla. Había bastante.
-¿Polvo de platino? ¿En el depósito de oxígeno?
-Eso es -asintió Davenport-. ¿Por qué supone usted que harían tal cosa?
Gorham hizo un gesto negativo con la cabeza.
-El oxígeno no habría ardido, nada lo habría hecho arder. Ni siquiera el polvo negro de platino.
-Por tanto, el asesino debió de ponerlo en el depósito de oxígeno por equivocación, con el nerviosismo del momento. Seguramente se dio cuenta después y lo puso en el depósito que había pensado, pero con eso nos ha dejado la prueba definitiva de que es un asesinato y no un accidente.
-Sí. Ahora solamente es cuestión de encontrar al autor.
-¿Solamente, doctor Gorham? ¿Y cómo lo haremos? Nuestra pieza no nos ha dejado su tarjeta de visita. Hay un montón de personas en los laboratorios con motivos para hacerlo, y un número mayor aún con los necesarios conocimientos químicos para cometer el crimen y la oportunidad de llevarlo a cabo. ¿Hay alguna posibilidad de seguirle la pista al polvo de platino?
-No -dijo Gorham inseguro-. Hay una veintena de personas que pueden haber entrado sin dificultad en el almacén especial. ¿Hay coartadas?
-¿Para qué momento?
-Para la noche anterior.
Davenport se inclinó sobre su mesa.
-¿Cuándo fue la última vez, antes del momento fatal, que el doctor Llewes utilizó el depósito de hidrógeno?
-Pues… no lo sé. Trabajaba solo. Muy en secreto. Era parte de su modo de adjudicarse el mérito él solo.
-Sí, lo sé. Hemos hecho nuestras propias indagaciones. Así que el polvo negro de platino pudieron haberlo colocado en el depósito una semana antes, por lo que nosotros sabemos.
-Entonces, ¿qué hacemos? -murmuró Gorham con desaliento.
-El único punto que se puede abordar -dijo Davenport-, a mi juicio, es el del polvo negro de platino en el depósito de oxígeno. Es un hecho irracional y en su explicación podemos encontrar la solución. Pero yo no soy químico y usted sí; así que, si la respuesta ha de venir de alguna parte, tiene que ser de usted. ¿Pudo haber sido un error?… ¿Pudo el asesino haber confundido el oxígeno con el hidrógeno?
Gorham negó inmediatamente con la cabeza.
-No. Ya sabe usted lo de los colores. Un tanque pintado de verde es de oxígeno, un tanque pintado de rojo es, de hidrógeno.
-¿Y si fuera daltónico? -preguntó Davenport
Esta vez Gorham se tomó más tiempo.
-No -contestó finalmente-. Los que padecen daltonismo no se dedican a la química, por lo general. El distinguir los colores en las reacciones químicas es demasiado importante. Y sí alguien de esta organización fuera daltónico, tendría bastantes problemas entre unas cosas otras, de modo que los demás lo sabríamos.
Davenport asintió. Se tocó la cicatriz de la mejilla con aire distraído.
-Muy bien. Si no untaron el depósito de oxígeno por ignorancia y por accidente, ¿pudieron hacerlo a propósito? ¿De una manera deliberada?
-No lo comprendo.
-Quizá el asesino tenía un plan lógico en su mente cuando untó el depósito de oxígeno y luego cambió de plan. ¿Existe alguna circunstancia bajo la cual el polvo negro de platino pueda ser peligroso en presencia del oxígeno? ¿Alguna circunstancia? Usted es químico, doctor Gorham.
El semblante del químico adoptó una expresión de desconcierto. Negó con la cabeza.
-No, ninguna. Imposible. A menos…
-¿A menos?
-Bueno, ese es ridículo, pero si se produce el chorro de oxígeno en un tanque de gas de hidrógeno, el polvo negro de platino del depósito puede resultar peligroso. Naturalmente, se necesitaría un tanque de grandes dimensiones para lograr una explosión satisfactoria.
-Supongamos, -dijo Davenport- que nuestro asesino hubiera planeado llenar la habitación de hidrógeno y abrir luego el tanque de oxígeno.
Gorham, con media sonrisa en la boca, dijo:
-Pero, ¿para qué molestarse con la atmósfera de hidrógeno cuando…? -la media sonrisa se le borró por completo, viniendo a sustituirla una intensa palidez. Y exclamó-: ¡Farley! ¡Edrnund Farley!
-¿Qué ocurre?
-Farley acaba de regresar después de una estancia de seis meses en Titán -dijo Gorham con una creciente excitación-. Titán tiene una atmósfera de hidrógenometano. Es el único hombre de aquí que ha realizado experiencias en una atmósfera de este tipo, y todo tiene sentido ahora. En Titán, un chorro de oxígeno se combinaría con el hidrógeno que le rodea si se calentara, o se tratara con polvo negro de platino. Un chorro de hídrógeno no se quemaría. La situación sería exactamente la opuesta a la existente en la Tierra. Tiene que haber sido Farley. Cuando entró en el laboratorio de Llewes para preparar la explosión, puso el polvo negro de platino en el oxígeno debido a su reciente costumbre. Cuando se dio cuenta de que la situación en la Tierra era al revés, ya no tenía remedio.
Davenport asintió con severa satisfacción.
-Sí, eso parece que encaja.
Alargó la mano a un intercomunicador y dijo a un invisible escucha del otro extremo:
-Envíe a un hombre a buscar al doctor Edmund Farley, de la Central Orgánica.