Cuando Muere La Noche

PROLOGO

Unos años antes de escribir este relato, dos colegas y yo unimos nuestras fuerzas para escribir un amplio y complicado texto de bioquímica para estudiantes de medicina. Pasamos días -literalmente hablando- ocupados con las pruebas de imprenta, y con frecuencia descubríamos pequeñas incoherencias. En un sitio teníamos escrita una fórmula química de una manera y en otro sitio de otra; aquí aparecía un guión y allá no; aquí una frase y allá otra.

Desistimos de poder lograr que todo concordara perfectamente, y uno de nosotros dijo finalmente: “Como dice Emerson, las coherencias tontas son la obsesión de las mentalidades pequeñas.” Nos apoyamos en esto con entusiástica alegría y desde entonces, siempre que el corrector de pruebas señalaba alguna pequeña incoherencia, escribíamos: “¡Emerson”! en el margen, y lo dejábamos pasar.

Bien, el siguiente relato gira en torno a la posible invención de la transferencia de masas, y al preparar estos relatos para incluirlos en el presente volumen, advertí que en “La Campana Armoniosa” -un relato anterior con el mismo escenario- se daba por sentado que la transferencia de masas existía ya.

Estaba a punto de realizar algunos cambios para eliminar esa discrepancia, cuando recordé. Por tanto, si no le importa a usted, amable lector, voy a exclamar “¡Emerson!” y a seguir adelante.

Era casi una reunión de antiguos alumnos y, aunque se distinguía por la falta de animación, aún no había razón alguna para pensar que se vería trastornada por la tragedia.

Edward Talliaferro, recién llegado de la Luna, y sin haber recobrado su sentido de la gravedad, se reunió con los otros dos en la habitación de Stanley Kaunas, quien

acudió a recibirle de manera servil. Battersley Ryger siguió sentado y le hizo un gesto de saludo.

Talliaferro agachó cuidadosamente su enorme corpachón hasta sentarse en la cama, muy consciente de su desacostumbrado peso. Hizo unos gestos retorciendo sus gruesos labios en medio de la masa de pelos que rodeaba su boca y se desparramaba por la barbilla y las mejillas.

Se habían visto antes, este mismo día, bajo circunstancias más ceremoniosas. Ahora estaban solos por primera vez, y Talliaferro dijo:

-Esta es una gran ocasión. Nos hemos reunido por primera vez desde hace diez años. De hecho, es la primera vez desde que nos graduamos.

La nariz de Ryger se contrajo. Se la había roto poco antes de esa misma graduación, y había recibido su título en Astronomía con un vendaje que le desfiguraba el rostro.

-¿Ha pedido alguien champán o algo? -preguntó de mal humor.

-¡Vamos! -dijo Talliaferro-. La primera gran convención astronómica interplanetaria no es lugar para tristezas. ¡Y menos entre amigos!

-Es la Tierra -dijo Kaunas de pronto-. No me sienta bien. No puedo acostumbrarme a ella -movió la cabeza, pero siguió con su aspecto deprimido.

-Lo sé -dijo Talliaferro-. Me siento muy pesado. Me quita toda la energía. En eso, tú estás en mejores condiciones que yo, Kaunas. La gravedad de Mercurio es 0,4 de la normal. En la Luna, es sólo 0,16 -iba a hablar Ryger, cuando le interrumpió diciendo-: Y en Ceres se utilizan campos de gravedad simulados que se ajustan a 0,8. Tú no tienes problemas, Ryger.

El astrónomo de Ceres se sintió molesto.

-Es el aire libre. El salir sin traje espacial me impone.

-Es verdad -asintió Kaunas-. Lo mismo que dejar que te dé el sol. Sólo el dejar que te dé.

Talliaferro se puso a pensar sensiblemente en el pasado. Ninguno había cambiado mucho. Ni él tampoco, pensó. Todos eran diez años más viejos, por supuesto. Ryger había engordado un poco y el rostro delgado de Kaunas parecía un tanto corso, pero a los dos los hubiera reconocido de habérselos encontrado sin previo aviso.

-No creo que sea la Tierra lo que nos afecta -dijo-. Reconozcámoslo.

Kaunas alzó la vista bruscamente. Era un tipo bajito, de ademanes rápidos y nerviosos, el cual vestía generalmente unos trajes que parecían algo grandes para él.

-¡Villiers! Lo sé -dijo-. A veces pienso en él -luego añadió con aire de desesperación-: Tuve carta suya.

Ryger se irguió en su asiento; su tez aceitunada se oscureció aún más.

-¿De veras? ¿Cuándo? -preguntó con energía.

-Hace un mes.

Ryger se volvió hacia Talliaferro.

-¿Y tú?

Talliaferro parpadeó rápidamente y asintió.

-Se ha vuelto loco -dijo Ryger-. Pretende haber descubierto un sistema práctico para la transferencia de masas a través del espacio. ¿Os lo ha contado a vosotros también? Entonces ya está. Siempre estuvo algo chiflado. Ahora está de remate.

Se frotó la nariz con energía y Talliaferro pensó en el día en que Villiers se la rompió.

Durante diez años, Villiers les había perseguido como la vaga sombra de una culpa que en realidad no les pertenecía. Habían realizado juntos el trabajo de fin de carrera; los cuatro eran hombres escogidos y enteramente consagrados, que se preparaban para una profesión que había alcanzado nuevas alturas en esta edad de viajes interplanetarios.

Se estaban abriendo observatorios en otros mundos, rodeados por el vacío, sin una atmósfera que los empañara.

Estaba el Observatorio Lunar, desde el que podían estudiarse la Tierra y los planetas más cercanos; un mundo silencioso en cuyo cielo parecía estar suspendido nuestro hogareño planeta.

El Observatorio de Mercurio, el más próximo al Sol, estaba encaramado en el polo norte de aquel planeta, donde el límite de iluminación apenas variaba y el Sol estaba fijo en el horizonte y podía ser estudiado en los más mínimos detalles.

El Observatorio de Ceres, el más nuevo, el más moderno, tenía un alcance que comprendía desde Júpiter hasta las galaxias más alejadas.

Había algunos inconvenientes, por supuesto. Dado que los viajes interplanetarios eran aún difíciles, había pocos permisos y resultaba prácticamente imposible

hacer una vida medianamente normal. Pero era esta una generación afortunada. Los futuros científicos encontrarían los campos del conocimiento bien trillados y, hasta que no se llegara a la invención de un medio de propulsión interestelar, no se abriría un horizonte de tanta capacidad como éste.

Los cuatro afortunados, Talliaferro, Ryger, Kaunas y Villiers, se iban a encontrar en la situación de un Galileo, el cual, por el hecho de ser el poseedor del primer

telescopio auténtico, no podía apuntarlo hacia ningún lugar del cielo sin hacer un descubrimiento importante.

Pero entonces Romano Villiers había caído enfermo de unas fiebres reumáticas. ¿Cuál había sido la causa? Su corazón había quedado roto y desfalleciente.

Era el más brillante de los cuatro, el más prometedor, el más animoso… Y ni siquiera pudo terminar la carrera y obtener el doctorado.

Peor aún, jamás podría salir de la Tierra; la aceleración del despegue de una nave espacial le mataría.

Talliaferro fue destinado a la Luna; Ryger a Ceres, y Kaunas a Mercurio. Sólo Villiers se había quedado atrás, prisionero en la Tierra de por vida.

Habían tratado de explicarle cuánto lo sentían, y Villiers había rechazado sus palabras con algo que se aproximaba al odio. Les había maltratado y maldecido. Cuando Ryger perdió la paciencia alzó el puño, Villíers se lanzó sobre el gritando y le rompió la nariz.

Era evidente que Ryger no lo había olvidado, porque se acariciaba la nariz cuidadosamente con un dedo.

La frente de Kaunas era un confuso amasijo de arrugas.

-Está en la Convención. Tiene una habitación en el hotel; la 405.

-No quiero verle -dijo Ryger.

-Va a subir aquí. Dijo que quería vernos. Creo que dijo a las nueve. Llegará en cualquier momento.

-En ese caso -dijo Ryger-, si no os importa, yo me voy.

-Espera un poco -dijo Talliaferro-. ¿Qué puede pasar si le ves?

-Pues que no sirve de nada. Está loco.

-Aun así. No seamos mezquinos. ¿Le tienes miedo?

-¿Miedo? -Ryger hizo una mueca de desprecio.

-Entonces estás nervioso. ¿Qué motivos tienes para estar tan nervioso?

-No estoy nervioso -contestó Ryger.

-Claro que lo estás. Todos nos sentimos culpables con él, y sin una razón verdadera. Nada de lo que sucedió fue culpa nuestra -pero hablaba como justificándose, y él lo sabía.

Y cuando, en ese momento, sonó el timbre de la puerta, los tres dieron un salto, se volvieron inquietos y clavaron sus ojos en la barrera que les separaba de Villiers.

Se abrió la puerta y entró Romano Villiers. Los otros se levantaron muy tiesos a saludarle, pero luego se quedaron en suspenso, sin que ninguno de ellos le tendiera

la mano.

El les miró con burla.

“Ha cambiado”, pensó Talliaferro.

Era cierto. Había encogido casi en todas las dimensiones. Su espalda, ligeramente encorvada, le hacía parecer más bajo. La piel de su cuero cabelludo brillaba a través del escaso pelo que le quedaba; el dorso de sus manos estaba surcado de sinuosas venas azuladas. Tenía aspecto de estar enfermo. No parecía haber nada en él que le uniera con el recuerdo del pasado, excepto su costumbre de protegerse los ojos con una mano cuando miraba fijamente, y el tono uniforme y controlado de su voz de barítono al hablar.

-¡Amigos! ¡Mis queridos pioneros del espacio! Cuánto tiempo sin vernos -dijo.

-Hola, Villiers -dijo Talliaferro.

-¿Te encuentras bien? -inquirió Villiers, observándole.

-Bastante bien.

-¿Y vosotros dos?

Kaunas logró esbozar una débil sonrisa y murmurar algo. Ryger prorrumpió:

-Muy bien, Villiers. ¿Qué hay?

-Ryger, el hombre de genio endiablado -dijo Villiers-. ¿Cómo está Ceres?

-Estaba bien cuando lo dejé. ¿Cómo está la Tierra?

-Puedes verla por ti mismo -pero Villiers se había puesto tenso al decirlo.

-Espero -prosiguió- que la razón por la que habéis venido los tres a la Convención sea la de oír mi ponencia pasado mañana.

-¿Tu ponencia? ¿Qué ponencia? -preguntó Talliaferro.

-Os escribí a los tres contándooslo. Mi método para la transferencia de masas.

-Sí, es cierto -Ryger sonrió forzadamente-. Pero no decías una palabra sobre tu ponencia; y, que yo sepa, no estás incluido en el programa de los que van a

intervenir. De ser así lo habría advertido

-Tienes razón. No estoy incluido. Ni siquiera he preparado un resumen para publicarlo.

Villiers había enrojecido y Talliaferro dijo para tranquilizarle:

-Cálmate, Villiers: No tienes buen aspecto.

Villiers se volvió hacia él con los labios tirantes.

-Mi corazón se mantiene firme, gracias.

-Escucha, Villiers -dijo Kaunas-, si no estás incluido, ni has hecho un resumen…

-Escucha tú. He esperado diez años. Vosotros tenéis los trabajos en el espacio y yo tengo que dar clases en la Tierra, pero valgo más que cualquiera de vosotros y que

todos juntos.

-De acuerdo… -empezó Talliaferro.

-Y tampoco quiero vuestra condescendencia. Mandel fue testigo. Supongo que habéis oído hablar de Mandel. Bueno, es el presidente de la división de Astronáutica de la Convención, y le hice una demostración de la transferencia de masas. Empleé un aparato rudimentario y se quemó después de usarlo una vez, pero… ¿me estáis escuchando?

-Estamos escuchando -dijo Ryger fríamente-, en lo que vale.

-Me va a dejar que lo exponga a mi modo. Podéis estar seguros de que lo hará. Sin avisar. Sin anunciarlo. Lo voy a soltar delante de ellos como una bomba. Cuando les explique las relaciones fundamentales que intervienen, la Convención se disolverá. Echarán a correr a sus laboratorios particulares para comprobar lo que yo he dicho y construir aparatos. Y verán que funcionan. He hecho que un ratón vivo desaparezca de un lugar de mi laboratorio y aparezca en otro. Mandel lo ha presenciado.

Clavó los ojos en ellos, examinando sus rostros uno tras otro.

-No me creéis, ¿verdad? -preguntó.

-Si no quieres publicidad, ¿por qué nos lo cuentas a nosotros? -dijo Ryger.

-Vosotros sois distintos. Sois mis amigos, mis compañeros de clase. Vosotros fuisteis al espacio y me dejásteis atrás.

-No podíamos hacer otra cosa -replicó Kaunas con voz débil y aguda.

Villiers no le hizo caso. Y dijo:

-Por eso quiero que vosotros lo sepáis ahora. Lo que resultó con un ratón, resultará con un ser humano. Lo que ahora puede transportar una cosa a tres metros de

distancia en un laboratorio, podrá transportarla a un millón de millas a través del espacio. Yo iré a la Luna y a Mercurio y a Ceres y adonde me dé la gana. Haré lo mismo que vosotros, y más. Y habré hecho más por la Astronomía, con sólo limitarme a dar clases y pensar, que vosotros con vuestros observatorios, vuestros telescopios, vuestras cámaras y vuestras naves espaciales.

-Bien -dijo Talliaferro-. Me alegro; así tendrás más poder. ¿Puedo ver una copia de tu memoria?

-No -las manos de Villiers se apretaron contra su pecho como si tuviera unas hojas fantasmas y no quisiera que se las mirasen-. Tendrás que esperar como todos los demás. Sólo hay una copia y nadie la verá hasta que yo disponga. Ni siquiera Mandel.

-¡Una copia! -exclamó Talliaferro-. Si la pierdes…

-No la perderé. Y aunque la pierda, lo tengo todo en mi cabeza.

-Si tú… -Talliaferro estuvo a punto de terminar la frase con “mueres”, pero se detuvo. Pero tras una pausa casi imperceptible, prosiguió-: …tuvieras sentido común, al menos lo registrarías. Por cuestión de seguridad.

-No -replicó Villiers con viveza-. Me oiréis pasado manaña. Veréis dilatarse de golpe el horizonte humano como jamás lo había hecho antes.

De nuevo se les quedó mirando a la cara.

-Diez años -dijo-. Adiós.

-Está loco -estalló Ryger con los ojos clavados en la puerta, como si Villiers estuviera aún delante de ella.

-¿Tú crees? -dijo Talliaferro pensativo-. Puede que lo esté, en cierto modo. Nos odia por motivos irracionales. Y, además, eso de no registrar siquiera su ponencia como precaución…

Talliaferro manoseaba su propio registrador mientras hablaba. No era más que un cilindro de color gris sin ninguna particularidad, algo más grueso que un lápiz corriente. En los últimos años se había convertido en el distintivo del científico, al igual que el estetoscopio lo era del médico y el microcomputador del estadístico. El registrador se llevaba en el bolsillo de la chaqueta, o sujeto en la manga, o detrás de la oreja, o colgando de un cordón.

A veces, Talliaferro, cuando se sentía filósofo, se preguntaba cómo se las arreglarían en los tiempos en que los investigadores tenían que tomar laboriosas anotaciones o archivar reimpresiones completas. ¡Qué incomodidad!

Ahora, para archivar cualquier texto publicado o manuscrito, no había más que sacar un micronegativo que podía revelarse cuando fuera necesario. Talliaferro había grabado ya todos los resúmenes incluidos en el folleto del programa de la Convención. Y estaba seguro de que los otros dos habían hecho lo mismo.

-En estas circunstancias -dijo Talliaferro-, el negarse a registrarla es una locura.

-¡Espacio! -exclamó Ryger con vehemencia-. No hay ponencia que valga. Ni existe tal descubrimiento. Con tal de ponerse por encima de nosotros, sería capaz

de inventar cualquier mentira.

-Pero, entonces, ¿qué hará pasado mañana? -preguntó Kaunas.

-¿Y yo qué sé? Está loco.

Talliaferro seguía jugueteando con el registrador, y se preguntaba vagamente si habría de sacarlo y revelar algunas pequeñas tiras de película almacenadas en su interior.

Decidió que no.

-No subestiméis a Villiers -dijo-. Es muy inteligente.

-Hace diez años quizá lo fuera -repuso Ryger-. Ahora es un tarugo. No hablemos más de él.

Se puso a hablar alto, como si quisiera alejar a Villiers y todo lo que a él se refería por la fuerza con que discutía de otros temas. Habló de Ceres y de su trabajo: la

realización del radio-diagrama de la Vía Lactea con nuevos radioscopios capaces de analizar estrellas aisladas.

Kaunas escuchaba y asentía; luego intervino en la conversación, hablando de las dispersiones de radio de las manchas solares y de su propia ponencia, en prensa, sobre la asociación de las tormentas de protones con las inmensas llamaradas de hidrógeno en la superficie del Sol.

Talliaferro intervino poco. El trabajo lunar era aburrido al lado de eso. La última información sobre la predicción del tiempo a largo plazo mediante la observación

directa de las corrientes en chorro de la Tierra no podía compararse con radioscopios ni tormentas de protones.

Aún más, no podía apartar de su pensamiento a Villiers. Villiers era el genio. Todos lo sabían. Incluso Ryger, a pesar de toda su jactancia, pensaría que, de ser

posible la transferencia de masas, lo lógico era que Villiers fuera su descubridor.

El hablar cada uno de su propio trabajo no equivalía sino a un incómodo reconocimiento de que ninguno de ellos había hecho gran cosa. Talliaferro estaba al tanto de los informes y lo sabía. Sus propias ponencias habían sido de escaso valor. Los demás no habían escrito nada realmente importante.

Ninguno de ellos -esa era la pura verdad- había llegado a revolucionar las técnicas espaciales. Los grandiosos sueños de sus tiempos estudiantiles no se habían hecho

realidad y eso era todo. Eran unos trabajadores competentes y rutinarios. Ni más ni menos; y ellos lo sabían.

Villiers pudo haber llegado más lejos. También lo sabían. Era el darse cuenta de eso, así como el sentimiento de culpa, lo que alimentaba su rivalidad.

Talliaferro veía con inquietud que Villiers, pese a todo, había de llegar más lejos. Seguramente los otros pensaban lo mismo también, y posiblemente no tardaría en

hacérseles insoportable la mediocridad. Se publicaría su trabajo sobre la transferencia de masas y Villiers se convertiría finalmente en una celebridad, como evidentemente había estado siempre destinado a ser; mientras que sus compañeros de clase, con todas las ventajas en la mano, serían olvidados. Su papel se reduciría a aplaudir entre la multitud.

Se dio cuenta de su propia envidia y disgusto, y se sintió avergonzado, pero no por ello dejó de estarlo.

La conversación se extinguió, y dijo Kaunas, apartando la mirada:

-Escuchad, ¿por qué no le hacemos una visita al bueno de Villiers?

Había una falsa cordialidad en sus palabras, era un esfuerzo completamente falto de convicción porque pareciera casual.

-De nada sirve guardar rencores… -añadió.

Talliaferro pensó: “Quiere averiguar qué hay de cierto sobre la transferencia de masas. Tiene la esperanza de que no sea más que una pesadilla de loco, para poder

dormir tranquilo.”

Pero él también sentía curiosidad; por tanto, no puso ningún inconveniente. Incluso Ryger se encogió de hombros de mala gana, y dijo:

-Bueno, ¿por qué no?

Eran, a la sazón, poco menos de las once. Talliaferro se despertó con las insistentes llamadas del timbre de su puerta. Se incorporó sobre un codo en la oscuridad y se sintió francamente ofendido. La luz apagada del indicador del techo mostraba que no eran aún las cuatro de la mañana.

-¿Quién es? -gritó.

Los timbrazos seguían sonando.

Gruñendo, Talliaferro se puso la bata. Abrió la puerta y parpadeó debido a la luz del pasillo. Reconoció al hombre que tenía delante por los retratos tridimensionales

que tantas veces había visto.

No obstante, el hombre murmuró con brusquedad:

-Me llamo Hubert Mandel.

-Sí, señor -dijo Talliaferro. Mandel era una de las celebridades de la Astronomía, lo bastante destacada como para ocupar un importante puesto ejecutivo en el

Departamento Mundial de Astronomía; y era también lo bastante activo como para ser Presidente de la sección de Astronáutica de la Convención.

De pronto se acordó Talliaferra de que era a Mandel a quien Villiers pretendía haber hecho una demostración de la transferencia de masas. El pensamiento de Villiers le tranquilizó, en cierto modo.

-Es usted e1 doctor Edward Talliaferro ? -Preguntó Mandel.

-Sí, señor.

-Entonces vístase y venga conmigo. Es muy importante. Es algo que concierne a un conocido suyo y mío.

-¿El doctor Villiers?

Los ojos de Mandel pestañearon un poco. Sus cejas y pestañas eran tan rubias que daban a sus ojos un aspecto desnudo, desguarnecido. Tenía un pelo fino como la seda y como unos cincuenta años de edad.

-¿Por qué Villiers? –preguntó

-Anoche le mencionó a usted. No sé de nadie más que conozcamos usted y yo.

Mandel asintió, esperó a que Talliaferro terminara de vestirse; luego dio media vuelta y echó a andar delante. Ryger y Munas estaban aguardando en una habitación del piso de arriba del de Talliaferro. Kaunas tenía los ojos enrojecidos y turbios. Ryger daba nerviosas chupadas a un cigarrillo.

-Ya estamos todos. Otra reunión -dijo Talliaferro.

Nadie respondió.

Tomó asiento y los tres se miraron unos a otros. Ryger se encogió de hombros.

Mandel se paseaba con las manos hundidas en los bolsillos.

-Pido disculpas por la molestia que esto pueda suponer, caballeros -dijo-, y les agradezco su cooperación. Pero me gustaría que fuera aun mayor. Nuestro amigo Romano Villiers ha muerto. Hace una hora, sacaron su cuerpo del hotel. El dictamen médico dice que ha sido un fallo en el corazón.

Hubo un silencio tenso. El cigarrillo de Ryger quedó en suspenso a medio camino de sus labios; luego descendió lentamente, sin completar su trayectoria.

-Pobre diablo -dijo Talliaferro.

-Es horrible -murmuró Kaunas roncamente-. Era… -se le cortó la voz.

Ryger reaccionó:

-Bueno, padecía del corazón. No se puede hacer nada.

-Una cosa tan sólo -corrigió Mandel suavemente-. Recuperarlo.

-¿Qué quiere decir? -preguntó Ryger brusca mente.

-¿Cuándo le vieron ustedes tres por última vez? -preguntó Mandel.

-Anoche -contestó Talliaferro-. Fue una especie de reunión. Nos veíamos por primera vez desde hacía diez anos. Lamento decir que no fue una reunión agradable. Villiers pensaba que tenía un motivo para estar enfadado con nosotros, y efectivamente, estaba enfadado.

-Eso fue… ¿cuándo?

.-Hacia las nueve, la primera vez.

-¿La primera vez,

-Más tarde le volvimos a ver.

-Se había ido muy furioso -explicó Kaunas, que parecía inquieto-. No podíamos dejar las cosas así. Teníamos que intentar algo. No es como si nunca hubiéramos sido amigos. Así que fuimos a su habitación y…

Mandel se agarró a este punto.

-¿Estuvieron todos en su habitación?

-Sí -contestó Kaunas sorprendido.

-¿Hacia qué hora?

-Hacia las once, creo -miró a los otros. Talliaferro asintió.

-¿Y cuánto tiempo estuvieron?

-Dos minutos -intervino Ryger-. Nos puso de patas en la calle como si nosotros fuéramos detrás de su memoria -hizo una pausa como esperando que Mandel le preguntara de qué memoria se trataba, pero Mandel no dijo nada. Prosiguió-: Creo que la guardaba debajo de la almohada. Al menos estaba echado sobre ella mientras nos gritaba que nos marcháramos.

-A lo mejor se estaba muriendo en ese momento -murmuró Kaunas con disgusto.

-Todavía no -saltó Mandel en seguida-. Así que, probablemente, dejaron huellas todos ustedes.

-Probablemente --dijo Tallíaferro. Estaba perdiendo algo de su respeto maquinal por Mandel y empezaba a sentir cierta impaciencia. Se tratara de Mandel o no, eran las cuatro de la mañana.

-Bueno, ¿a qué viene todo esto? -inquirió.

-Bien, señores -dijo Mandel-, hay más sobre Villiers además de su muerte. El trabajo de Villiers, el único manuscrito existente, que yo sepa, lo encontraron

metido en el incinerador de desperdicios y sólo quedan algunos trozos. Yo no he llegado a tener nunca en mis manos esa memoria, pero sé lo bastante del asunto como para estar dispuesto a jurar delante del tribunal, si es necesario, que los restos de los papeles que no han llegado a arder en el incinerador pertenecían a la memoria que proyectaba presentar en esta Convención. Parece usted escéptico, doctor Ryger.

-Escéptico de que fuera a presentarla -dijo Ryger sonriendo de mala gana-. Si quiere usted saber mi opinión, señor, le diré que estaba loco. Durante diez años

se ha sentido prisionero en la Tierra y fantaseó a modo de evasión sobre las transferencias de masas. Probablemente era lo único que le mantenía vivo. Tendría preparada alguna especie de demostración fraudulenta. No digo que fuera un fraude deliberado. A lo mejor era demencialmente sincero, y sinceramente loco. La noche pasada fue ya el colmo. Vino a nuestras habitaciones… Nos odiaba por haber escapado de la Tierra… y triunfó sobre nosotros. Había vivido sólo para eso durante diez años. Puede que eso le provocara un shock devolviéndole de alguna manera la cordura. Sabía que no podía presentar de veras la memoria; no tenía nada que presentar. Así que quemó sus papeles y el corazón le falló. Es una

lástima.

Mandel escuchó al astrónomo de Ceres con expresión de manifiesta desaprobación.

-Una explicación muy hábil, doctor Ryger, pero completamente equivocada. No se me engaña tan fácilmente con demostraciones fraudulentas como usted cree. De

acuerdo con los datos del registro, que me he visto obligado a consultar a toda prisa, ustedes tres eran sus compañeros de clase en la universidad. ¿No es así?

Asintieron.

-¿Hay algún otro compañero de clase presente en la Convención?

-No --dijo Kaunas-. Nosotros cuatro éramos los únicos que preparábamos el doctorado en Astronomía aquel año. Y él se habría doctorado también, a no ser…

-Sí, comprendo -dijo Mandel-. Bien, en ese caso, uno de ustedes tres fue a la habitación de Villiers a visitarle una última vez, a media noche.

Hubo un corto silencio. Luego Ryger dijo fríamente:

-Yo, no.

Kaunas, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza.

-¿Qué pretende insinuar? -preguntó Talliaferro.

-Uno de ustedes fue a verle a media noche e insistió en ver su memoria. No sé el motivo. Posiblemente, con la deliberada intención de provocarle un ataque de corazón. Cuando Villiers se derrumbó, el criminal, por llamarle así, estaba preparado. Se apoderó de la memoria que, podría añadir, estaba seguramente debajo de la almohada, y sacó una fotocopia. Luego destruyó el documento en el incinerador; pero tenía prisa, y la destrucción no fue completa.

-¿Cómo sabe todo eso? -interrumpió Ryger-. ¿Lo vio usted?

-Casi -replicó Mandel-. Villiers no estaba completamente muerto en el momento de su primer colapso. Cuando el criminal se marchó, se las arregló para coger

el teléfono y llamar a mi habitación. Masculló algunas frases, las suficientes para explicar lo que había ocurrido. Desgraciadamente, yo no estaba en mi habitación; me encontraba en una conferencia que me retuvo hasta muy tarde. Sin embargo, mi contestador automático lo registró. Siempre escucho la cinta de grabación cuando regreso a mi habitación o a mi despacho. Es un hábito burocrático. Le llamé por teléfono. Estaba muerto.

-Bien -dijo Ryger-, y ¿quién dijo que había sido?

-No lo dijo. O si lo hizo fue de una manera ininteligible. Pero hay una palabra que dijo con toda claridad: Condiscípulo.

Talliaferro se sacó el registrador del bolsillo interior de la chaqueta y se lo ofreció a Mandel.

-Si quiere usted revelar la película que hay en mi registrador -dijo- tranquilamente-, puede hacerlo. Verá cómo no encuentra en ella el documento de Villiers.

Inmediatamente, Kaunas hizo lo mismo; y Ryger, con el ceño fruncido, les imitó.

Mandel cogió los tres registradores y dijo con sequedad:

-Seguramente, quienquiera que sea de los tres el que haya hecho esto, se habrá desembarazado ya del trozo de película que contiene la memoria. Sin embargo…

Talliaferro alzó las cejas.

-Puede registrarme a mí o mi habitación.

Pero Ryger volvió a gruñir:

-Aguarden un minuto; un minuto, maldita sea ¿Es usted la policía?

Mandel se le quedó mirando.

-¿Quieren que llame a la policía? ¿Quieren un escándalo y una acusación de asesinato? ¿Quieren que se suspenda la Convención y que la prensa del Sistema

se divierta con la Astronomía y los astrónomos? La muerte de Villiers pudo muy bien haber sido accidental. Efectivamente, padecía del corazón. Quienquiera de ustedes que estuviera allí, pudo haber actuado bajo un impulso. Puede que no haya sido un crimen premeditado. Si el que haya sido quisiera devolver el negativo, podríamos evitar muchos problemas.

-¿Incluso para el criminal? -preguntó Talliaferro.

Mandel se encogió de hombros.

-Puede haber problemas para él. No le voy a prometer impunidad. Pero sean cuales sean las consecuencias, no serán la vergüenza pública y la cadena perpetua, como

podría serlo si llamamos a la policía.

Silencio.

-Es uno de ustedes tres -dijo Mandel.

Silencio.

-Creo que puedo imaginar el razonamiento de la persona culpable -prosiguió Mandel-. El documento debía ser destruido. Sólo nosotros cuatro habíamos oído hablar de la transferencia de masas, y sólo yo había visto la demostración. Lo que es más, ustedes sólo tenían su palabra, la palabra de un loco quizá, de que yo la había visto. Muerto el doctor Villiers de un ataque cardíaco, y desaparecido el documento, sería fácil creer en la teoría del doctor Ryger de que no había tal transferencia de masas y que nunca la había habido. Pasaría un año o dos, y, nuestro criminal, en posesión de los datos sobre la transferencia de masas, podría revelarlo poco a poco, preparar experimentos, publicar cuidadosas memorias, y ser

considerado finalmente como el verdadero descubridor, con todo lo que ello significa en términos de dinero y fama. Ni siquiera sospecharían nada sus condiscípulos. Todo lo más, creerían que la antigua manía de Villiers le había inspirado para empezar a investigar en ese campo. Nada más.

Mandel paseó rápidamente la mirada de un rostro a otro.

-Pero nada de eso pasará ahora. Cualquiera de los tres que presente la transferencia de masas se proclamará a sí mismo como el criminal. Yo he visto la demostración; sé que era auténtica, sé que uno de ustedes posee una fotocopia del documento. Por tanto, la información resulta inútil para ustedes. Así que entréguenmela.

Silencio.

Mandel se dirigió hacia la puerta y se volvió de nuevo.

-Les ruego que permanezcan aquí hasta que yo vuelva. No tardaré mucho. Espero que el culpable aproveche la pausa para meditar. Si tiene miedo de que su confesión le haga perder su trabajo, le recuerdo que una sesión con la policía puede hacerle perder la libertad y costarle la psicoprueba -sopesó los tres registradores, parecía malhumorado y falto de sueño-. Voy a revelar esto.

-¿Qué pasaría si nos largamos cuando usted no esté? -dijo Kaunas tratando de sonreír.

-Sólo uno de ustedes tiene motivos para intentarlo -contestó Mandel-. Creo que puedo confiar en los dos inocentes para que controlen al tercero, aunque sólo sea

para protegerse a sí mismos.

Salió.

Eran las cinco de la mañana. Ryger miró su reloj indignado.

-¡Maldita sea! Quiero irme a dormir.

-Podemos tumbarnos aquí -dijo Talliaferro filosófico-. ¿Está dispuesto el que sea a hacer su confesión?

Kaunas apartó la vista y Ryger entreabrió los labios.

-Me parecía increíble -Talliaferro cerró los ojos, apoyó su voluminosa cabeza contra la silla, y dijo con voz cansada-: En la Luna, ahora es la época de descanso.

Tenemos una noche de dos semanas, y luego trabajo y más trabajo. Después vienen dos semanas de sol y no hay nada más que cálculos, correlaciones y sesiones aburridas. Ese es el tiempo más duro. Lo odio. Si hubiera más mujeres, si pudiera conseguir algo fijo…

Con voz susurrante, Kaunas se refirió al hecho de que todavía era imposible tener todo el Sol por encima del Horizonte y lograr un plano completo con el telescopio

de Mercurio. Pero, con otras dos millas de carril que van a instalar dentro de poco en el observatorio -como sabéis, para mover todo el aparato se requiere una fuerza

tremenda y se utiliza la energía solar directamente-, puede que se consiga. Se conseguirá.

Incluso Ryger consintió en hablar de Ceres, después de escuchar el apagado rumor de las otras voces. El problema allí consistía en que el período de rotación era de

dos horas, lo que significaba que las estrellas cruzaban el cielo a una velocidad angular doce veces más rápida que en el cielo de la Tierra. Una red de tres campos de luz, tres radíoscopios, tres de todo, captaban los campos de observación, uno tras otro, a medida que giraban.

-¿No podríais utilizar uno de los polos? -sugirió Kaunas.

-Estás pensando en Mercurio y en el Sol -dijo Ryger impaciente-. Incluso en los polos, el cielo lo veríamos decantado y siempre quedaría oculta la otra mitad. Pero

si Ceres presentara una sola cara al Sol, como lo hace Mercurio, tendríamos un cielo de noche permanente con las estrellas girando lentamente una vez cada tres

años.

El cielo se iluminó; amanecía lentamente.

Talliaferro estaba adormilado, pero hizo todo lo posible por mantenerse despierto. No quería quedarse dormido mientras los otros estaban despiertos. Los tres, pensó, se estaban preguntando: “¿Quién? ¿Quién?”

Excepto el culpable, por supuesto.

Los ojos de Talliaferro se abrieron repentinamente cuando Mandel entró de nuevo.

El cielo, tal como se veía desde la ventana, había ido poniéndose azul. Talliaferro se alegró de que la ventana estuviera cerrada. El hotel tenía aire acondicionado, por supuesto, pero en las épocas del buen tiempo abrían las ventanas aquellos terrestres que se encaprichaban con la ilusión del aire fresco. A Talliaferro, que tenía muy presente el vacío que envolvía a la luna, le hacía estremecer esta idea con auténtico malestar.

-¿Alguno de ustedes tiene algo que decir? -inquirió Mandel.

Le miraron con firmeza. Ryger negó con la cabeza.

-He revelado la película de sus registradores, señores -dijo Mandel-, y he comprobado los resultados -tiró los registradores y los trozos de película revelados sobre la cama-. ¡Nada! Me temo que les será difícil poner en orden las películas. Lo siento. Y subsiste aún el problema de la película que falta.

-Si es que existe -replicó Ryger, soltando un tremendo bostezo.

-Sugiero que bajemos a la habitación de Villiers, señores -dijo Mandel.

Kaunas pareció alarmarse.

-¿Por qué?

-¿Es por sicología? -preguntó Talliaferro-. ¿Pretende llevar al criminal a la escena del crimen, y que el remordimiento provoque su confesión?

-Es por una razón menos melodramática; porque me gustaría que los dos que son inocentes me ayudasen a encontrar la película del documento de Villiers -dijo Mandel.

-¿Cree usted que está allí? -preguntó Ryger retador.

-Es posible. Podemos empezar por ahí. Después podemos registrar sus habitaciones. El simposio de Astronáutica no empieza hasta mañana a las diez. Tenemos tiempo hasta entonces.

-¿Y después?

-Puede que tenga que avisar a la policía.

Entraron con cautela en la habitación de Villiers. Ryger estaba rojo; Kaunas pálido; Talliaferro intentaba mantener la calma.

La noche anterior habían visto la habitación bajo la luz artificial con un Villiers gritador y desmelenado, aferrado a su almohada, mirándoles con desprecio y ordenándoles que se marcharan. Ahora estaba impregnada del vago olor de la muerte.

Mandel maniobró el polarizador de la ventana para dejar entrar más luz y. lo abrió en exceso, de modo que penetró el sol de la mañana.

Kaunas levantó el brazo para protegerse los ojos, y gritó: “¡El Sol!”, de tal modo que los demás se quedaron atónitos.

El rostro de Kaunas presentaba una especie de terror, como si acabara de sentirse cegado por el Sol de Mercurio.

Talliaferro pensó en su propia reacción, en lo que para él significaba el aire libre, y sus dientes rechinaron. Los tres experimentaban el peso de los diez años que habían pasado lejos de la Tierra.

Kaunas corrió hacia la ventana, buscando a tientas el polarizador, y el aliento le salía en forma de enorme jadeo.

Mandel corrió junto a él.

-¿Qué pasa?

Los otros dos se les unieron.

La ciudad se desplegaba bajo ellos hasta el horizonte, formando un paisaje de piedra y ladrillo que, bañado por el sol naciente, extendía sus sombras hacia ellos.

Talliaferro lanzó una mirada furtiva e incómoda a los demás.

Kaunas, con el pecho oprimido hasta el punto de serle imposible gritar, miraba algo que estaba mucho más cerca. Allí, en la parte exterior del antepecho de la ventana, con un trozo protegido de la manera más torpe y desmañada, y metida en una grieta del cemento, había una tira, de dos centímetros de largo, de película de un gris lechoso, y sobre ella incidían los primeros rayos del sol naciente.

Mandel, dando un grito airado e incoherente, subió a la ventana y lo cogió. Lo cubrió ahuecando la mano, y les miró con ojos febriles y enrojecidos.

-¡Esperen aquí! -dijo.

No había nada que decir. Cuando Mandel se marchó, se sentaron y se miraron estúpidamente unos a otros.

Mandel regresó al cabo de veinte minutos. Dijo tranquilamente, en un tono que daba la impresión, de algún modo, de que estaba tranquilo sólo porque había superado su estado de irritación:

-El trozo que estaba dentro de la grieta no tenía exceso de exposición. He podido sacar unas pocas palabras. Se trata del documento de Villiers. El resto se ha velado; no se ha podido salvar nada. Se ha borrado.

-¿Y ahora qué? -preguntó Talliaferro. Mandel se encogió de hombros fatigado.

-Ahora ya, qué más da. La transferencia de masas se acabó hasta que alguien tan inteligente como Villiers lo descubra otra vez. Yo trabajaré en ello, pero no me hago ilusiones respecto a mi propia capacidad. Desaparecido eso, supongo que ustedes tres no importan, sean culpables o no. ¿Qué más da? -todo su cuerpo parecía flojo y hundido en la desesperación.

Pero la voz de Talliaferro se hizo dura.

-No, espere. A sus ojos, cualquiera de nosotros tres puede ser culpable. Yo,, por ejemplo. Usted es un hombre importante en este campo y nunca tendrá una palabra de elogio para mí. Puede difundirse por ahí que soy incompetente o algo peor. No quiero que me miren como a un culpable y arruinar mi vida. Vamos a resolver este asunto.

-Yo no soy detective -dijo Mandel cansado.

-Entonces, ¿por qué no llama a la policía; maldita sea?

-Un momento -exclamó Ryger-. ¿Estás insinuando que soy yo el culpable?

-Sólo estoy diciendo que yo soy inocente.

-Eso significa que nos someterán a los tres a la psicoprueba -la voz de Kaunas se alzó asustada-. Pueden dañar nuestras facultades mentales.

Mandel alzó en el aire los dos brazos.

-¡Caballeros! ¡Caballeros! ¡Por favor! Hay una cosa que podemos hacer antes de ir a la policía; y usted tiene razón, doctor Talliaferro; sería injusto para el inocente

dejar las cosas así.

Se volvieron hacia él con un sentimiento de hostilidad distinto en cada uno.

-¿Qué sugiere usted? -preguntó Ryger.

-Tengo un amigo que se llama Wendell Urth. Puede que hayan oído hablar de él, o tal vez no; pero a lo mejor consigo arreglar que le veamos esta noche.

-¿Y en ese caso, qué? -preguntó Talliaferro- ¿Adónde nos llevará eso?

-Es un hombre extraño --dijo Mandel dubitativo-. Muy extraño. Y muy inteligente, a su manera. Ha ayudado otras veces a la policía, y tal vez pueda ayudarnos a

nosotros ahora.

Edward Talliaferro no podía dejar de mirar la habitación y a su ocupante con el mayor asombro. Tanto la una como el otro parecían existir desvinculados de todo,

pertenecer a un mundo incomprensible. Los ruidos de la Tierra estaban lejos de aquel nido acolchado y sin ventanas. La luz y el aire de la Tierra habían sido vencidos por la iluminación artificial y el aire acondicionado.

Era una gran habitación, oscura y desordenada. Se habían abierto paso por un suelo atestado de cosas hasta una cama, de la que habían retirado precipitadamente un montón de libro-films y los habían apilado a un lado desordenadamente con la misma precipitación.

El hombre, el dueño de la habitación, poseía un rostro ancho y redondo, sobre un cuerpo grueso y achaparrado. Se movía con vivacidad sobre sus cortas piernas agitando la cabeza al hablar hasta el punto de que sus gruesas gafas casi saltaban de esa especie de bulto aplastado que tenía por nariz. Sus ojos saltones, de gruesos párpados, miraron con miope amabilidad a todos ellos, sin levantarse del asiento que ocupaba, una combinación de silla y mesa de despacho de invención suya, iluminada por la única luz brillante de la habitación.

-Han sido muy amables en venir, señores. Por favor, perdonen el estado de la habitación -agitó sus dedos gordezuelos en un gesto amplio-. Estoy liado con la

catalogación de muchos objetos de interés extraterrológico que he ido recogiendo. Es un trabajo tremendo. Por ejemplo.. .

Saltó de su asiento y se sumergió en un montón de objetos que había junto a la mesa, hasta que volvió a aparecer con una cosa gris como el humo, semitraslúcida

y de forma cilíndrica.

-Esto -dijo- es un objeto callistiano. Puede que se trate de un resto de entidades inteligentes no humanas. No está aún determinado. No se han descubierto más

de una docena, y este es el ejemplar más perfecto de los que yo he visto.

Lo lanzó a un lado y Talliaferro dio un salto. El hombre achaparrado se le quedó mirando, y dijo:

-Es irrompible.

Volvió a sentarse, entrelazó sus dedos regordetes sobre su barriga y dejó que subieran y bajaran al ritmo de su respiración.

-Y ahora, ¿en qué puedo servirles?

Hubert Mandel había hecho las presentaciones y Talliaferro estaba sumido en honda meditación. Desde luego, había un hombre llamado Wendell Urth que había escrito recientemente un libro titulado Estudio comparado de los Procesos Evolutivos en los Planetas dotados de Agua y Oxígeno, y evidentemente no podía ser este el mismo hombre.

-¿Es usted el autor del Estudio comparado de los Procesos Evolutivos, doctor Urth? -preguntó.

Una sonrisa beatífica se extendió por el rostro de Urth.

-¿Lo ha leído usted?

-Bueno, no; no lo he leído, pero…

La expresión de Urth se volvió inmediatamente severa.

-Entonces debe leerlo. Ahora mismo. Aquí tengo un ejemplar.

Saltó de nuevo de su asiento, y Mandel gritó:

-Espere, Urth, lo primero es lo primero. Esto es serio.

Obligó materialmente a Urth a volver a su silla y empezó a hablar rápidamente como para evitar que surgieran más cuestiones secundarias. Con una admirable economía de palabras le contó toda la historia.

Urth se fue poniendo colorado por momentos mientras escuchaba. Se cogió las gafas y se las subió aún más sobre su nariz.

-¡Transferencia de masas! -exclamó.

-Lo vi con mis propios ojos -dijo Mandel.

-Y no me lo había dicho.

-Me hizo jurar que guardaría el secreto. Era un hombre… extraño. Ya le he explicado eso.

Urth golpeó la mesa

-¿Cómo ha podido permitir usted que un descubrimiento como ese permaneciera en poder de un excéntrico, Mandel? Debió habérselo sacado mediante la psicoprueba, si hubiera sido menester.

-Eso le habría matado -protestó Mandel..

Pero Urth se balanceaba adelante y atrás apretándose las mejillas con las manos.

-Transferencia de masas. El único sistema de que pueda viajar un honrado ciudadano. El único modo posible. La única manera concebible. Si yo lo llego a saber… si hubiera podido estar allí… Pero el hotel está a casi treinta millas de aquí.

Ryger, que escuchaba con una expresión de aburrimíento pintada en su semblante, interrumpió:

-Tengo entendido que existe una línea directa de aerodeslizador con el Hall de la Convención. Podía haber estado allí en diez minutos.

Urth se puso rígido y miró a Ryger de modo extraño. Sus mejillas se hincharon. Se puso en pie de un salto y salió precipitadamente de la habitación.

-¿Qué demonios le pasa? -dijo Ryger.

-Maldita sea -murmuró Mandel-. Debí habérselo advertido a ustedes.

-¿El qué?

-Que el doctor Urth no viaja en ningún medio de transporte. Es una fobia. Va a todas partes a pie.

Kaunas parpadeó en la penumbra.

-Pero, ¿no es extraterrólogo? ¿No es un experto en formas de vida de otros planetas?

Talliaferro se había levantado y estaba ahora de pie delante de una lente Galáctica colocada sobre un pedestal. Contempló el brillo intenso de los sistemas estelares.

No había visto nunca una lente tan grande ni tan complicada.

-Es un extraterrólogo, sí -dijo Mandel-; pero no ha visitado jamás ninguno de los planetas en los que es experto, ni lo hará jamás. En treinta años, no se ha alejado nunca más allá de unas pocas millas de esta habitación.

Ryger rió.

Mandel se puso furioso.

-Pueden encontrarlo divertido, pero les agradecería que tuvieran cuidado con lo que dicen cuando vuelva el doctor Urth.

Urth entró furtivamente un momento después.

-Les ruego que me perdonen, señores -dijo en un susurro-. Y ahora estudiaremos nuestro problema. ¿Alguno de ustedes quiere hacer alguna confesión?…

Los labios de Talliaferro se estiraron con acritud. Este extraterrólogo gordinflón y recluido en su aislamiento voluntario no impresionaba lo bastante como para obligar a nadie a confesar. Afortunadamente, no iban a necesitarlo para nada.

-Doctor Urth, ¿tiene usted alguna relación con la policía? -preguntó Talliaferro.

Una cierta confusión pareció invadir el rubicundo rostro de Urth.

-No tengo un contacto oficial, doctor Talliaferro, pero mis relaciones extraoficiales son efectivamente muy buenas.

-En ese caso, le daré cierta información que puede transmitir a la policía.

Urth metió la barriga para dentro y se sacó a tirones el faldón de la camisa. Una vez fuera, se limpió con él las gafas lentamente. Al terminar, una vez se las hubo

instalado como pudo sobre su escasa nariz, dijo:

-¿De qué se trata?

-Le diré quién estaba presente cuando murió Villiers y quién destruyó la memoria.

-¿Ha resuelto usted el caso?

-He estado dándole vueltas todo el día. Creo que lo he resuelto -Talliaferro estaba disfrutando con la expectación que había creado.

-¿Y bien?

Talliaferro respiró profundamente. No le iba a resultar fácil esto, aunque lo había estado planeando durante horas.

-El culpable -dijo-, evidentemente, es el doctor Hubert Mandel.

Mandel miró a Talliaferro con repentina indignación, con la respiración entrecortada.

-Mire usted -empezó en voz alta-, si tiene algún fundamento…

La voz de tenor de Urth se elevó ante la interrupción:

-Déjele hablar, Hubert, escuchémosle. Usted sospecha de él y no existe ninguna ley que le prohíba a él sospechar de usted.

Mandel guardó un furioso silencio.

Talliaferro, sin dejar que su voz vacilara, prosiguió:

-Es más que una simple sospecha, doctor Urth. La prueba no ofrece dudas. Cuatro de nosotros estábamos enterados de la transferencia de masas, pero tan sólo uno,

el doctor Mandel, había presenciado una demostración. El sabía que era una realidad. Sabía que existía una memoria sobre ese tema. Nosotros tres sólo sabíamos que Villiers estaba más o menos desequilibrado. Claro que también pudimos pensar que a lo mejor era cierto. Le visitamos a las once, creo, sólo para ver qué había de cierto en todo esto, aunque ninguno de nosotros lo llegara a decir, pero él se mostró más perturbado que nunca. Considere ahora todo lo que sabia el doctor Mandel y los motivos que podría tener. Y ahora, doctor Urth, imagine algo más. Quienquiera que sea el que se enfrentó con Villiers a media noche y le vio derrumbarse y destruyó sus papeles (dejémosle en el anonimato por el momento), debió de sentirse terriblemente sorprendido al ver que Villiers volvía realmente a la vida y tuvo que oírle hablar por teléfono. Nuestro criminal, preso del pánico del momento, sólo pensó en una cosa: deshacerse de la única prueba material que podía demostrar su culpabilidad. Tenía que deshacerse de la película del documento aún sin revelar, y tenía que hacerlo de modo que no pudieran descubrirle, para poderla coger de nuevo cuando se viera libre de sospecha. El antepecho exterior de la ventana era ideal. Abrió rápidamente la ventana de Villiers, colocó el trozo de película en el exterior, y se marchó. Así, aun cuando Villiers sobreviviera o surtiera efecto su llamada, sería simplemente la palabra de Villiers contra la suya, y resultaría fácil probar que Villiers estaba desequilibrado.

Talliaferro se detuvo algo así como con gesto triunfal. Sus argumentos serían irrefutables.

Wendell Urth parpadeó y movió los pulgares con las manos entrelazadas, y comenzó a golpearse con ellos el amplio frente de su pechera.

-¿Y qué sentido tiene todo eso? -preguntó.

-El sentido está en que abrieron la ventana y dejaron la película expuesta al aire libre. Ahora bien, Ryger ha vivido durante diez años en Ceres, Kaunas en Mercu-

rio, y yo en la Luna… quitando los cortos permisos, que han sido escasos más bien. Ayer comentamos varias veces entre nosotros la dificultad de aclimatarnos a la Tierra. Los mundos donde trabajamos son todos cuerpos celestes que carecen de aire. Nunca salimos al exterior sin un traje espacial. Exponernos al exterior es algo inconcebible. Ninguno de nosotros podría haber abierto. la ventana sin sostener antes una dura lucha interior. El doctor Mandel, sin embargo, ha vivido únicamente en la Tierra. Para él, abrir una ventana es sólo cuestión de un pequeño

esfuerzo muscular. El podía hacerlo. Nosotros, no. Ergo, él lo hizo.

Talliaferro se sentó y esbozó una ligera sonrisa.

-¡Espacio!, ¡eso es! -exclamó Ryger con entusiasmo.

Ni mucho menos -rugió Mandel medio incorporándose, como si tratara de lanzarse contra Talliaferro-. Niego toda esa miserable maquinación. ¿Qué me dice de la grabación que tengo de la llamada telefónica de Villiers? Empleó la palabra condiscípulo. La cinta entera demuestra bien claramente…

-Era un hombre moribundo --dijo Talliaferro. Usted admitió que gran parte de lo que dijo resultaba incomprensible. Le apuesto a usted, doctor Mandel, sin haber oído la grabación, a que la voz de Villiers aparece distorsionada y casi irreconocible.

-Bueno… --empezó Mandel desconcertado.

-Estoy seguro de que es así. No hay razón, pues, para suponer que usted no ha falsificado la grabación de antemano, incluida la maldita palabra condiscípulo.

-¡Santo cielo!, ¿cómo iba yo a saber que tenía condiscípulos en la Convención? ¿Cómo iba yo a saber si estaban enterados o no de la transferencia de masas?

-Villiers pudo habérselo dicho. Supongo que lo hizo.

-Ahora escuchen --dijo Mande!-, ustedes tres vieron a Villiers vivo a las once. El médico forense, tras reconocer el cuerpo de Villiers poco después de las tres de

la madrugada, declaró que llevaba muerto al menos dos horas. Eso es seguro. Así que el momento de la muerte se produjo entre las once de la noche y la una de la madrugada. La pasada noche estuve en una conferencia que se prolongó hasta tarde. Entre las diez y las dos, puedo probar que estuve a varias millas del hotel por docenas de testigos, de ninguno de los cuales puede dudar absolutamente nadie. ¿Les basta con eso?

Talliaferro guardó silencio durante un momento. Luego prosíguió con terquedad:

-Aun así. Supongamos que hubiera regresado al hotel hacia las dos y media. Usted fue a la habitación de Villiers para discutir su conferencia. Encontró la puerta

abierta o tenía un duplicado de la llave. Sea como sea, usted lo encontró muerto. Aprovechó la oportunidad para destruir el documento…

-Y si ya estaba muerto, y no podía hacer llamadas telefónicas, ¿por qué había de esconder yo la película?

-Para evitar sospechas. Puede que tenga usted una segunda copia de la película en su poder. Respecto a eso, sólo tenemos su palabra de que el documento se ha destruido.

-¡Basta! ¡Basta! -exclamó Urth-. Es una interesante hipótesis, doctor Talliaferro, pero se cae por su propio peso.

Talliaferro frunció el ceño.

-Puede que sea esa su opinión…

-Sería la opinión de cualquiera. Cualquiera, desde luego, dotado de la capacidad humana de pensar. ¿No ve usted que Hubert Mandel ha hecho demasiado para ser

el criminal?

-No -contestó Talliaferro.

Wendel Urth sonrió con benevolencia.

-Como científico, doctor Talliaferro, sabe sin duda que antes de encariñarnos con nuestras propias teorías, debemos atenernos a los hechos o al razonamiento. Hágame el favor de comportarse de la misma manera que un detective. En caso de que el doctor Mandel hubiera provocado la muerte de Villiers y se hubiera preparado una coartada, o si hubiera encontrado a Villiers muerto y se hubiera aprovechado de ello, considere lo poco que habría tenido que hacer. ¿Por qué destruir el documento o pretender que lo ha hecho alguien? Podía haberse limitado a apoderarse de la memoria. ¿Quién más tenía noticia de su existencia? Nadie en realidad. No había razón alguna para pensar que Villiers hubiera hablado de ello con nadie más. Villiers era patológicamente reservado. Todo hacía suponer que no se lo había contado a nadie. Nadie sabía que Villiers iba a dar una conferencia, excepto el doctor Mandel. No estaba anunciada. No se había publicado ningún resumen. El doctor Mandel pudo haberse llevado el documento con toda tranquilidad. Aun cuando hubiese averiguado que Villiers había hablado del asunto con sus compañeros, ¿qué? ¿Qué prueba ten drían sus compañeros, salvo la palabra de uno a quien ellos calificaban de loco? En cambio, al anunciar que el documento de Villiers había sido destruido, al declarar que su muerte no era completamente natural, al buscar la copia destruida de la película… en fin, habiendo hecho todo lo que ha hecho el doctor Mandel, ha levantado una sospecha que únicamente él podía levantar, cuando sólo necesitaba permanecer callado para cometer el crimen

perfecto. Si fuese él el criminal, sería el hombre más estúpido y más cerrado de mollera que yo he conocido jamás. Y en fin, el doctor Mandel no es nada de eso.

Talliaferro meditó febrilmente, pero no encontró nada que decir.

-Entonces, ¿quién ha sido? -inquirió Ryger.

-Uno de ustedes tres. Eso es evidente.

-¿Pero cuál?

-Bueno, eso está claro también. Me di cuenta de quién era el culpable de ustedes tres en cuanto el doctor Mandel terminó su descripción de los hechos.

Talliaferro miró con disgusto al extraterrólogo gordinflón. Aquella fanfarronada no le asustaba, pero estaba impresionando a los otros dos. Ryger tenía los labios hacia fuera y la mandíbula inferior de Kaunas colgaba floja dándole una expresión estúpida. Los dos parecían idiotizados.

-¿Quién fue, entonces? Díganoslo -dijo.

Urth parpadeó.

-Primero quiero dejar bien sentado que lo importante aquí es la transferencia de masas. Aún se puede recobrar.

Mandel, que estaba aún enfadado, dijo de mal talante:

-¿De qué demonios está usted hablando, Urth?

-El hombre que destruyó el documento miró probablemente lo que estaba destruyendo. Dudo que tuviera tiempo o la presencia de ánimo para leerlo; y si lo hizo, dudo que lo pudiera recordar… conscientemente. Sin embargo, tenemos la psicoprueba. Si llegó a echarle una mirada al documento, aún podría sacarse algo de lo que quedó en su retina.

Hubo un movimiento de inquietud.

-No hay que asustarse de la psicoprueba -dijo Urth inmediatamente-. No pasa nada si se utiliza como es debido, sobre todo sí el sujeto se somete voluntariamente. El daño lo causa generalmente una innecesaria resistencia, y entonces produce una especie de desgarro mental. Por tanto, si el culpable confesara voluntariamente y

se pusiera en mis manos…

Talliaferro soltó una carcajada. El ruido repentino resonó bruscamente en la sosegada penumbra de la habitación. La psicología era muy clara y natural.

Wendell Urth pareció sentirse casi desconcertado ante esa reacción y miró gravemente a Talliaferro por encima de las gafas.

-Tengo la suficiente influencia con la policía como para mantener enteramente en secreto el sondeo.

-Yo no lo hice -exclamó Ryger furioso.

Kaunas negó con la cabeza.

Talliaferro no se dignó a contestar.

-Entonces tendré que decir yo quién es el culpable -suspiró Urth-. Será como un trauma. Eso hará las cosas más difíciles -se apretó más la barriga con las manos, y sus dedos se crisparon-. El doctor Talliaferro ha sugerido que la película fue escondida en la parte exterior del antepecho de la ventana para que no la descubrieran ni se estropeara. Estoy de acuerdo con él.

-Gracias -dijo Talliaferro secamente.

-Sin embargo, ¿por qué iba a pensar nadie que el exterior del antepecho de una ventana era un sitio especialmente seguro? La policía miraría allí sin duda. Incluso

la han encontrado en ausencia de la policía. ¿Quién tendería a considerar cualquier parte exterior de un edificio como lugar especialmente seguro? Evidentemente,

cualquier persona que haya vivido mucho tiempo en un mundo sin atmósfera y le hubieran inculcado que nadie sale de un lugar cerrado sin tomar minuciosas precauciones. Para el que está en la Luna, por ejemplo, cualquier cosa que estuviese oculta en el exterior de la Cúpula Lunar podría considerarse relativamente a salvo. Los hombres se arriesgan a salir rara vez, y sólo por algún

motivo concreto. Así que pudo superar el esfuerzo de abrir una ventana exponiéndose a lo que él consideraba subconscientemente el vacío, a fin de conseguir un escondite seguro. La siguiente reflexión: El exterior de una

estructura habitada es un lugar seguro, resolvería el problema.

-¿Por qué alude usted a la Luna, doctor Urth? -dijo Talliaferro con los dientes apretados.

-Es sólo un ejemplo -dijo Urth suavemente-. Lo que he dicho hasta ahora se puede aplicar a los tres. Pero ahora viene el punto crucial, que es cuando muere la noche.

Talliaferro frunció el ceño.

-¿Se refiere a la noche en que murió Villiers?

-Me refiero a una noche cualquiera. Escuchen, aun concediendo que el exterior del antepecho de una ventana fuera un escondite seguro, ¿quién de ustedes sería lo bastante tonto de considerarlo un lugar apropiado para un trozo de película sin revelar? La película del registrador no es muy sensible, desde luego, y está hecha para que se pueda revelar bajo toda clase de circunstancias adversas. La difusa iluminación nocturna no le afectaría seriamente, pero la luz del amanecer la estropearía en pocos minutos, y la luz directa del sol la destruiría inmediatamente. Todo el mundo sabe eso.

-Diga, Urth -dijo Mandel-. ¿Adónde conduce eso?

-Está tratando de meterme prisa -dijo Urth molesto-. Quiero que comprendan claramente esto. El criminal quería, por encima de todo, poner la película a salvo.

Era su único testimonio de algo de supremo valor para él y para el mundo. ¿Por qué iba a ponerlo en un lugar donde se estropearía inevitablemente con el sol de la mañana? Sólo porque no esperaba que amaneciera nunca. Pensaba que la noche, por así decir, era inmortal. Pero las noches no son inmortales. En la Tierra mueren y dejan paso al día. Incluso la noche polar de seis meses acaba por morir. Las noches de Ceres sólo duran dos horas; las noches de la Luna duran dos semanas. También acaban por morir esas noches, y los doctores Talliaferro y Ryger saben que infaliblemente amanecerá.

-Pero, espere… -dijo Kaunas levantándose.

Wendell Urth se encaró con él.

-Ya no hay necesidad de esperar más, doctor Kaunas. Mercurio es el único cuerpo celeste del sistema solar que sólo ofrece una cara al sol. Aun contando su movimiento oscilatorio de libración, las tres octavas partes de su superficie constituyen la cara completamente oscura y nunca ven el sol. Su Observatorio Polar está en el límite de la cara oscura. Durante diez años, usted se ha acostumbrado al hecho de que las noches son interminables, de que aquella parte de la superficie que está en la oscuridad sigue así eternamente; y por eso usted confió la película sin revelar a la noche de la Tierra, olvidando con la excitación que las noches tienen que morir…

Kaunas dio un paso.

-Espere…

Urth era inexorable:

-Tengo entendido que cuando Mandel ajustó el polarizador de la ventana de la habitación de Villiers, usted gritó al ver la luz del sol. ¿Fue a causa de su inculcado

miedo al sol de Mercurio, o fue al comprender de repente lo que la luz del sol significaba para sus planes? Usted echó a correr hacia la ventana. ¿Fue para ajustar el polarizador, o para ver la película estropeada?

Kaunas cayó de rodillas.

-No tenía intención de hacerlo. Quería hablar con él. Sólo hablar con él, y él gritó y se derrumbó. Pensé que estaba muerto y que el documento estaba bajo su almohada, y todo sucedió inevitablemente. Una cosa desencadenó la otra, y cuando quise darme cuenta no podía ya librarme de ello. Pero no era mi intención. Lo juro.

Habían formado un semicírculo a su alrededor, y Wendell Urth contempló la implorante figura de Kaunas con ojos piadosos.

Llegó la ambulancia y se fue. Talliaferro, finalmente, se armó de valor y le dijo severamente a Mandel:

-Espero, señor, que no guardará rencor por nada de lo que se ha dicho aquí.

-Creo que es mejor que todos olvidemos en lo posible lo que ha ocurrido durante las últimas veinticuatro horas -respondió Mandel con idéntica gravedad.

Estaban de pie en el umbral, a punto de marcharse;

Wendel Urth agachó su sonriente cabeza y dijo:

-Debo recordarles a ustedes mis honorarios.

Mandel le miró con expresión atónita.

-No quiero dinero -dijo Urth inmediatamente-. Pero cuando se haya construido el primer dispositivo de transferencia de masas para seres humanos, quiero que me preparen inmediatamente un viaje a mí.

-Espere, espere -Mandel seguía con la expresión de ansiedad-. La transferencia de masas tardará mucho en hacerse a través de los espacios exteriores.

Urth. negó vivamente con la cabeza.

-No me refiero al espacio exterior. Ni hablar. Adonde a mí me gustaría viajar es a Lower Falls, New Hampshire.

-De acuerdo. Pero, ¿por qué?

Urth alzó la vista. Con gran sorpresa por parte de Talliaferro, en el rostro del extraterrólogo se reflejaron igualmente la timidez y la ansiedad.

-Una vez, hace mucho tiempo -dijo Urth-, conocí allí a una joven. Han pasado muchos años… pero a veces me pregunto…

EPILOGO

Algunos lectores se habrán dado cuenta de que este relato, publicado por primera vez en 1956, ha sido superado por los acontecimientos. En 1965, los astrónomos descubrieron que Mercurio no mantiene siempre una misma cara hacia el Sol, sino que tiene un período de rotación de unos cincuenta y cuatro días, de modo que todas las partes se ven expuestas a la luz del Sol más tarde o más temprano.

Bueno, ¿y qué puedo hacer sino decir que me gustaría que los astrónomos pusieran, para empezar, las cosas claras?

Y, desde luego, me niego a cambiar el relato para satisfacer sus caprichos.