PROLOGO
El siguiente relato no es, en el más estricto sentido de la palabra, un cuento policíaco de ciencia ficción, aunque lo incluya entre ellos. La razón estriba en que la ciencia está íntima y estrechamente comprometida con el enigma, y no quiero dejar de incluirlo sólo porque la ciencia sea más bien del presente que del futuro.
Si piensan ustedes que es difícil conseguir cianuro potásico ya se lo pueden quitar de la cabeza. Allí estaba yo con una botella de medio kilo en la mano. Era de cristal marrón, con una preciosa etiqueta que ponía «CIANURO POTÁSICO, Q.P.» (las iniciales, según me dijeron, significaban «químicamente puro») y una pequeña calavera unos huesos cruzados debajo.
El tipo a quien pertenecía la botella se limpió las gafas y parpadeó al mirarme. Se trataba del profesor Helmuth Rodney, de la Universidad de Carmody. Era de estatura media, con una barbilla blanda, labios gruesos, barriga incipiente, pelo castaño y un aspecto de total indiferencia al hecho de que yo tuviera en la mano el veneno suficiente para matar a un regimiento.
-¿Insinúa usted que tiene esto en su estantería así como así, profesor? -pregunté.
-Sí, siempre ha estado ahí, inspector. junto con todos los demás productos químicos, en orden alfabético -dijo con ese tono circunspecto que seguramente empleaba en sus explicaciones de clase.
Eché una mirada a la abigarrada habitación. Los estantes se alineaban hasta arriba por todas las paredes, y estaban llenos de botellas grandes y pequeñas.
-Esta -señalé- contiene veneno.
-Como casi todas -dijo con toda tranquilidad.
-¿Lleva usted la cuenta de las que tiene?
-De una manera general -dijo frotándose la barbilla-. Sé que tengo esa botella.
-Pero supongamos que alguien entra aquí y se sirve una cucharada de esta sustancia. ¿Sería usted capaz de notarlo?
El profesor Rodney negó con la cabeza.
-Me sería imposible -dijo.
-Bueno, entonces, ¿quién puede entrar en este laboratorio? ¿Se queda cerrado con llave?
-Lo cierro con llave por la noche, cuando me voy, si no se me olvida. Durante el día no está cerrado, porque salgo y entro continuamente.
-En otras palabras, profesor, cualquiera podría entrar aquí, incluso gente de la calle, y llevarse un poco de cianuro sin que nadie lo llegara a notar.
-Me temo que sí.
-Dígame, profesor, ¿para qué tiene tanto cianuro aquí? ¿Para matar ratas?
-¡Cielo santo, no! -pareció sentir cierta repugnancia ante esa idea-. El cianuro se emplea a veces en reacciones orgánicas para formar los necesarios elementos intermedios, para crear un medio básico adecuado, para catalizar…
-Comprendo. Comprendo. ¿En qué otros laboratorios se puede obtener cianuro de este modo?
-En casi todos -contestó inmediatamente-. Incluso laboratorios de los estudiantes. Al fin y al cabo, es una sustancia corriente que se emplea rutinariamente en las síntesis.
-Yo no calificaría de rutinario el empleo que se le ha dado hoy -dije.
-No, desde luego -contestó, dejando escapar un suspiro y añadió pensativo-: solían llamarlas las «Mellizas de la Biblioteca».
Asentí. Comprendía la razón de aquel apodo. Las dos bibliotecarias eran muy parecidas. si se las miraba de cerca, por supuesto. Una tenía barbillita puntiaguda y un rostro redondo, y la otra tenía mandíbula cuadrada y larga nariz. Sin embargo, inclinadas sobre la mesa, ambas tenían el cabello de un rubio color miel, con raya en medio y una onda similar. Si se les echaba una rápida mirada a la cara, en lo que primero se fijaría uno sería probablemente en que las dos tenían grandes ojos de parecido tono azul. Viéndolas en pie, juntas a cierta distancia, se vería que ambas eran de la misma estatura y que, probablemente, usaban el sujetador de la misma marca y talla. Las dos tenían la cintura estrecha y las piernas bonitas. Hoy iban vestidas iguales. Las dos iban de azul.
Sin embargo, era imposible confundirlas. La de la barbilla pequeña y el rostro redondo rebosaba de cianuro y estaba muerta.
El parecido fue lo primero que me chocó cuando llegué con mi compañero Ed Hathaway. Había una joven muerta hundida en su silla, con los ojos abiertos, un brazo colgando y una taza rota en el suelo, justo debajo, como un punto bajo, un signo de exclamación. Su nombre, según nos enteramos, era Louella-Marie Busch. Había una segunda joven, igual a la primera, que había logrado recobrarse, blanca y temblorosa, la cual tenía la mirada fija y dejaba que la policía y su trabajo discurrieran a su alrededor sin percatarse de nada al parecer. Su nombre era Susan Morey.
-¿Eran parientes? -fue lo primero que pregunté.
No lo eran. Ni siquiera primas segundas.
Eché una mirada a la biblioteca. Había estantes llenos de encuadernación parecida. Había volúmenes de diversas revistas científicas. En otra sala había rimeros de lo que según descubrimos más tarde, resultaron ser libros de texto, monografías y libros más antiguos. En la parte de atrás había un cuarto que contenía números recientes de revistas científicas sin encuadernar con cubiertas en rústica de aburridos y farragosos títulos. De pared a pared se alineaban largas mesas donde hubieran podido sentarse un centenar de personas de haber sido necesario. Afortunadamente, no era ese el caso.
Susan nos contó lo sucedido a trazos insulsos monótonos.
La señora Nettler, la vieja bibliotecaria jefe, se había tomado la tarde libre, dejando encargadas a las dos jóvenes. Al parecer, solía hacerlo a menudo.
A las dos, minuto más o menos, Louella-Marie se metió en la habitación interior, detrás de la mesa de recepción de la biblioteca. Allí, entre libros nuevos que esperaban ser catalogados, pilas de revistas para encuadernar y libros reservados que aguardaban a sus solicitantes, había un pequeño infiernillo, un cazo pequeño y los elementos necesarios para preparar un té ligero.
Tomar el té a las dos era, al parecer, frecuente también.
-¿Preparaba Louella-Marie el té todos los días? -pregunté.
Susan me miró con sus inexpresivos ojos azules.
-A veces lo hace la señora Nettler, pero generalmente lo hacía Lou… Louella-Marie.
Cuando el té estuvo preparado, Louella salió a decírselo y unos pocos momentos después se retiraron las dos.
-¿Las dos? -pregunté bruscamente-. ¿Y quién se quedó a cargo de la biblioteca?
Susan se encogió de hombros, como si éste fuese un detalle de escaso interés, y dijo:
-Podemos ver a través de la puerta. Si alguien se hubiera acercado a la mesa habría podido salir una de nosotras.
-¿Y se acercó alguien?
-Nadie. Son vacaciones. No hay casi nadie por aquí.
Quería decir que el semestre de primavera había terminado y que los cursos de verano no habían empezado. Ese día aprendí bastante sobre la vida universitaria.
Lo que quedaba de la historia no era mucho más. Las bolsitas del té estaban ya fuera de las tazas que humeaban suavemente y estaba servido el azúcar.
-¿Lo tomaban con azúcar las dos? -interrumpí.
-Sí. Pero mi taza no tenía -dijo Susan lentamente.
-¿No?
-Nunca se le había olvidado ponerme. Ella sabe que yo lo tomo con azúcar. Sólo probé un sorbo o dos y ya iba a coger el azúcar y decírselo, cuando…
Cuando Louella-Marie lanzó un extraño grito sofocado y dejo caer la taza. Un minuto más tarde había muerto.
Después de eso, Susan se puso a chillar y finalmente llegamos nosotros.
Los procedimientos de rutina se llevaron a cabo con bastante facilidad. Se habían tomado fotos y huellas dactilares. Asimismo, se había tomado nota de los nombres y direcciones de todos los hombres y mujeres que se encontraban en el edificio y se les había mandado a sus casas. Evidentemente, la muerte había sido ocasionada por cianuro, y el «villano» indiscutible era el azucarero. Se cogieron muestras para la investigación oficial.
En el momento del asesinato se encontraban seis hombres en la biblioteca. Cinco eran estudiantes y parecían asustados, confundidos o enfermos, supongo que según el temperamento de cada uno. El sexto era un hombre de mediana edad, un extranjero que hablaba con acento alemán y no tenía absolutamente nada que ver con la Universidad. Parecía asustado, confundido y enfermo; las tres cosas a la vez.
Mi compañero Hathaway los llevó fuera de la biblioteca. La idea era conducirlos a la Sala de Tertulia y retenerlos allí hasta que pudiéramos entrevistarlos con detalle. Uno de los estudiantes se zafó y pasó junto a mí sin mirarme siquiera. Susan corrió tras él, agarrándole de las mangas por encima de los codos.
-Pete, Pete.
Pete tenía la constitución de un jugador de rugby, aun. que, a juzgar por su perfil, parecía que jamás se había acercado ni a media milla de un campo de juego. Era demasiado guapo para mi gusto, pero yo me pongo celoso con facilidad.
Pete miró más allá de la chica; parecía que se le iba a descomponer el rostro, hasta el punto de que su belleza se sumió en un insoportable horror.
-¿Cómo es que Lolly?… -preguntó con voz ronca y ahogada.
-No lo sé. No lo sé -jadeó Susan. Seguía intentando mirarle a los ojos.
Pete se alejó bruscamente. No había mirado a Susan ni una vez; todo el tiempo que estuvo con ella había estado mirando por encima de su hombro. Luego obedeció a la presión que Hathaway le hizo en el codo y se dejó llevar fuera.
-¿Es su novio? -pregunté.
Susan apartó los ojos del estudiante que se alejaba.
-¿Cómo?
-¿Es su novio?
-Salimos juntos -dijo bajando la vista hacia sus manos entrelazadas.
-¿Iba en serio la cosa?
-Bastante en serio -susurró.
-¿Conocía también a la otra joven? La ha llamado Lolly.
-Bueno… -Susan se encogió de hombros.
-Digámoslo de otra manera. ¿Salía con ella?
-A veces.
-¿En serio?
-¿Qué sé yo? –exclamó.
-Dígame, ¿estaba celosa de usted?
-¿De qué habla?
-Alguien echó cianuro en el azúcar y lo sirvió sólo en una taza. Suponga que Louella-Marie estuviera lo bastante celosa de usted como para intentar envenenarla y tener el campo libre con nuestro amigo Pete. Y suponga ella se tomó la taza envenenada por error.
-Eso es absurdo. Louella-Marie no haría nada semejante -dijo Susan.
Pero tenía los labios tirantes, sus ojos chispeaban, y puedo decir que cuando estoy cerca del odio lo huelo en seguida.
El profesor Rodney entró en la biblioteca. Era el primer hombre con el que me había encontrado al entrar en el edificio, y mis simpatías hacia él no habían hecho el menor progreso.
Había empezado por informarme que, como miembro más antiguo del claustro, él se encargaba de todo.
-Ahora me encargaré yo, profesor -le dije.
-De la investigación puede que sí, inspector, pero soy yo el responsable ante el decano y me propongo cumplir con mis obligaciones.
Aunque no tenía pinta de aristócrata, sino que parecía bien un tendero, si comprenden lo que quiero decir, se las arregló para mirarme como si hubiera un microscopio entre los dos, y él ocupara el lado de arriba.
-La señora Nettler está en mi despacho. Al parecer se ha enterado por un boletín de noticias y ha venido inmediatamente. Está bastante nerviosa. ¿Quiere verla? -dijo en el tono del que da una orden.
-Tráigala, profesor -le dije como concediendo un permiso.
La señora Nettler se encontraba en la natural tribulación de la mayoría de las señoras mayores. No sabía sí sentirse horrorizada o fascinada por la proximidad de la muerte. Pero fue el horror lo que la dominó al ver la oficina interior y descubrir lo que quedaba de los cacharros té. Como es natural, ya se habían llevado el cuerpo.
Se dejo caer en una silla y empezó a llorar.
-Yo también he tomado el té aquí -gimió-. Me podía haber tocado
-¿Cuándo tomó usted el té aquí, señora Nettler? -pregunté en el tono más suave y tranquilizador que me fue posible.
Se dio la vuelta en su asiento y alzó la vista.
-Pues pues después de la una, creo. Recuerdo que le ofrecí al profesor Rodney una taza. Fue poco después de la una; ¿verdad, profesor Rodney?
Una sombra de fastidio cruzó el rollizo rostro de Rodney.
-Pasé por aquí un momento, justo antes de la comida, para consultar una signatura -dijo, volviéndose hacia mí-. La señora Nettler me ofreció, efectivamente, una taza. Me temo que estaba demasiado ocupado para aceptársela ni para darme cuenta exactamente de la hora.
Di un gruñido y me volví hacía la anciana señora.
-¿Toma usted azúcar, señora Nettler?
-Sí, señor.
-¿Tomó usted azúcar?
Asintió y empezó a llorar de nuevo.
Esperé un poco. Luego le pregunté:
-¿Se fijó cómo estaba el azucarero?
-Estaba… Estaba… -la pregunta suscitó en ella una repentina sorpresa que la hizo ponerse de pie-. Estaba vacío y yo misma lo llené. Cogí el paquete del azúcar y recuerdo que me dije a mí misma que siempre que quería tomar el té no quedaba azúcar y que me gustaría que las chicas…
Tal vez fue por referirse a las jóvenes en plural. Se echó a llorar otra vez.
Hice una seña a Hathaway para que se la llevara.
Evidentemente, entre la una y las dos de la tarde, alguien había vaciado el azucarero y lo había llenado luego con un poquito de azúcar aderezado… azúcar hábilmente aderezado.
Puede que fuera la aparición de la señora Nettler lo que le devolvió a Susan su espíritu de bibliotecaria, porque cuando Hathaway regresó y sacó uno de sus puros -ya tenía la cerilla encendida-, dijo la joven-
-No se puede fumar en la biblioteca, señor.
Hathaway se sintió tan sorprendido que apagó la cerilla y volvió a guardarse el puro en el bolsillo.
A continuación, la joven se dirigió rápidamente a una de las mesas largas y cogió un gran volumen que estaba abierto encima.
Hathaway llegó antes que la joven.
-¿Qué va a hacer, señorita?
Susan pareció completamente sorprendida.
-Sólo voy a ponerlo de nuevo en el estante.
-¿Por qué? ¿Qué es? -Hathaway miró la página abierta. En ese momento estaba yo también con ellos. Miré por encima de su hombro.
Estaba en alemán. No entiendo ese idioma, pero puedo reconocerlo cuando lo veo. El tipo de letra era pequeño, y en la página había figuras geométricas con líneas de letras en varios lugares. Sabía lo bastante, también, para reconocer que aquello eran fórmulas químicas.
Puse el dedo por donde estaba abierto, cerré el libro y miré el lomo. Decía: «Beilstein. Organische Chemie. Band VI. System Nummer 499-608». Abrí la página de nuevo. Era la 233, y las primeras palabras, sólo para darles a ustedes una idea, eran 4'-chlor-4-brom-2-nitro-diphenylather-C12H7O3 NClBr.
Hathaway estaba ocupado copiando cosas.
El profesor Rodney estaba también junto a la mesa, con lo que éramos cuatro, todos reunidos alrededor del libro.
El profesor dijo con voz fría, como si estuviera en la tarima con un puntero en una mano y un trozo de tiza en la otra:
-Este es un volumen de Beilstein (lo pronunció «BailShtain»). Es una especie de enciclopedia de los componentes orgánicos, Registra cientos de miles.
-¿Este libro? -preguntó Hathaway.
-Este libro no es más que uno de los sesenta y tantos volúmenes y apéndices complementarios. Es una obra alemana tremenda que tiene años de retraso porque, primero, la química orgánica progresa a un ritmo cada vez más rápido y, segundo, por la interferencia de la política y la guerra. Aun así, no existe nada en inglés que se le aproxime siquiera en utilidad. Para todos los investigadores en química orgánica, estos volúmenes son de absoluta necesidad.
Mientras hablaba, el profesor le daba palmadas al libro; unas palmadas cariñosas.
-Antes de enfrentarse con un compuesto desconocido -dijo-, es muy conveniente buscarlo en el Beilstein. Le proporciona a uno métodos de preparación, propiedades, referencias y demás. Sirve de punto de partida. Los diversos componentes están catalogados de acuerdo con un sistema lógico que resulta claro, pero no evidente. Yo mismo doy varias clases en mi curso sobre síntesis orgánicas, dedicadas íntegramente a los métodos para encontrar un componente determinado en algún lugar de los sesenta volúmenes.
No sé durante cuánto tiempo pudo haber continuado, pero yo no estaba allí para estudiar síntesis orgánicas, y ya era hora de que volviéramos a los acontecimientos.
-Profesor, quiero hablar con usted en su laboratorio -dije bruscamente.
La verdad es que yo creía que el cianuro se guardaba en una caja fuerte, que se llevaba la cuenta de cada granito, y que la gente tenía que firmar cuando se llevaba alguna cantidad. Pensaba que la cuestión de cuál fue el momento en que tuvieron la oportunidad de obtenerlo ilícitamente podía proporcionarnos la prueba que necesitábamos.
Y allí estaba yo con medio kilo de cianuro en la mano y con la noticia de que cualquiera podía llevarse el que quisiera con sólo pedirlo, o sin pedirlo.
-Solían llamarlas las «Mellizas de la Biblioteca» -dijo pensativo.
-¿Y bien? -dije.
-Eso sólo demuestra lo superficial que es el juicio de la mayoría de las personas. No se parecían en nada, aparte la coincidencia en el pelo y los ojos. ¿Qué sucedió en la biblioteca, inspector?
Le conté la versión de Susan y le observé.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Supongo que piensa que la joven muerta planeó el asesinato.
En ese momento no tenía el menor deseo de mostrar mi juego.
-¿Usted no? -pregunté.
-No. Era incapaz de una cosa así. Su comportamiento respecto a sus deberes era agradable y servicial. Además, ¿por qué había de hacerlo?
-Hay un estudiante -dije-. Se llama Peter de nombre.
Peter van Norden -dijo inmediatamente-. Un estudiante bastante brillante, pero inútil no se sabe por qué.
-Las jóvenes opinan en estas cosas de modo diferente, profesor. Las dos bibliotecarias se interesaban por él, al parecer. Puede que Susan fuera la que tenía más posibilidades y Louelle-Marie se decidiera a tomar tajantes medidas.
-¿Para acabar después tomándose la taza envenenada?
-La gente hace cosas extrañas cuando está sometida a cierta tensión -dije.
-No de esa clase -dijo con sequedad-. Una taza no tenía azúcar, así que la asesina no quería correr riesgos. Es de suponer que, aunque no se hubiera fijado bien en cuál era cada taza, contaba con el dulzor para darse cuenta. Pudo haber evitado fácilmente el ingerir una dosis fatal.
-Las dos jóvenes solían ponerse azúcar. La muerta estaba acostumbrada al té dulce. Con la excitación, el acostumbrado dulzor no le dijo nada especial -dije secamente.
-No lo creo.
-¿Qué otra alternativa hay, profesor? El azúcar fue cambiado después de tomar el té la señora Nettler a la una en punto. ¿Lo hizo la señora Nettler?
-¿Por qué motivo? -dijo alzando bruscamente la vista.
Me encogí de hombros.
-Podía temer que las jóvenes fueran a quitarle su trabajo.
-Eso no tiene sentido. Se va a jubilar antes de que comiencen los cursos de otoño
-Usted estuvo allí, profesor -dije suavemente.
Ante mí sorpresa, lo aceptó con naturalidad.
-¿Motivos? -preguntó.
-No es usted demasiado viejo y puede haberse interesado por Louella-Marie, profesor. Supongamos que ella le hubiera amenazado con dar parte de algunas palabras suyas o de su conducta al decano.
El profesor sonrió amargamente.
-¿Cómo pude arreglármelas para estar seguro de que la joven en cuestión se tomaría el cianuro? ¿Por qué había de quedarse una taza sin azúcar? Yo pude cambiar el azúcar, pero no preparé el té.
Empecé a cambiar de opinión sobre el profesor Rodney. No se había preocupado en aparentar indignación o parecer sorprendido. Se limitó a señalar las debilidades lógicas y a atenerse a eso. Me gustó.
-¿Qué cree usted que sucedió? -pregunté.
-La imagen del espejo. A la inversa. Creo que la superviviente ha dicho la verdad al revés. Suponga que era Louella-Marie la que estaba ganándose al joven y era a Susan a quien no le gustó, en vez de ser al revés. Supongamos que fue Susan quien por una vez preparó el té, y Louella-Marie quien estaba en la mesa de recepción, en lugar de la otra. En ese caso, la joven que preparó el té habría podido tomar la taza buena sin correr riesgos. Todo seria lógico y no ridículamente inverosímil.
Eso era. Aquel hombre había llegado a la misma conclusión que yo, cosa que tenía que gustarme después de todo. Tengo la costumbre de sentirme benevolente con los tipos que están de acuerdo conmigo. Creo que todo se debe al hecho de ser un homo sapiens.
-Tenemos que demostrar eso más allá de toda duda razonable -dije-. Pero, ¿cómo? He subido aquí con la esperanza de probar que alguien ha tenido acceso al cianuro y los demás no. Pero nada. Todo el mundo ha tenido acceso. Ahora, ¿qué?
-Compruebe cuál de las jóvenes estaba realmente ante la mesa a las dos, mientras la otra estaba preparando té -dijo el profesor.
Yo estaba convencido de que el profesor leía relatos policíacos y tenía fe en los testigos. Yo no, pero de todos modos me levanté.
-Muy bien, profesor. Lo haré.
El profesor se levantó también. Me preguntó apremiante:
-¿Puedo estar presente?
-¿Por qué? ¿Por su responsabilidad ante el decano?
-En cierto modo. Me gustaría que todo esto tuviera un desenlace rápido y fuera de toda duda.
-Venga, si cree que eso puede servir de algo -dije.
Ed Hathaway me estaba esperando cuando bajé. Estaba sentado en la biblioteca vacía.
-Ya lo tengo -dijo.
-¿Ya tienes el qué? -le pregunté.
-Ya sé lo que pasó. Lo he descubierto por deducción.
-¿Sí?
No tenía en cuenta la presencia del profesor Rodney.
-El cianuro tuvo que ser introducido secretamente. ¿Por quién? Por el comodín de la baraja, el extranjero, el tipo que habla con acento… como-se-llame.
Empezó a rebuscar en una serie de tarjetas de las que había sacado alguna información sobre los, al parecer, inocentes espectadores.
Sabía a quién se refería, así que dije:
-De acuerdo. El extranjero entra con el cianuro en un sobrecito. Mete el sobre entre dos páginas del libro alemán, ese como-se-llame que tiene tantos tomos.
El profesor y yo asentimos.
Hathaway continuó:
-Era alemán, igual que el libro. Probablemente estaba familiarizado con él. Metió el sobre en una página determinada, con alguna fórmula que había escogido. El profesor dijo que hay un sistema para encontrar la fórmula que se desee; basta con saberlo. ¿No es cierto, profesor?
-Es cierto -dijo Rodney fríamente.
-Muy bien. La bibliotecaria lo sabía, de modo que pudo encontrar también la página. Coge el cianuro y lo echa en el té. Con el nerviosismo se olvida de cerrar el libro…
-Escucha, Hathaway -dije-, ¿por qué iba a hacer ese pobre diablo una cosa así? ¿Qué pretexto tiene para estar aquí?
-Dice que es un peletero que está estudiando los repelentes para polillas y los insecticidas. ¿No suena eso a falso de arriba abajo? ¿Has oído en tu vida algo más falso?
-Claro -dije-, tu teoría. Escucha, a nadie se le ocurre esconder un sobre con cianuro en un libro. No hay que encontrar una fórmula o página determinada cuando hay un sobre dentro que está abultando entre las páginas. Cualquiera que sacara el libro del estante descubriría que el libro se abría automáticamente por la página en cuestión. ¡Vaya un escondite!
Hathaway empezó a sentirse desconcertado.
Continué de manera despiadada:
-Además, no hay por qué traer el cianuro de fuera. Aquí lo tienen a toneladas. Pueden gastarlo para hacer avalanchas de nieve. Cualquiera que desee un kilo o dos no tiene más que cogerlo.
-¿Cómo?
-Pregúntale al profesor.
Los ojos de Hathaway se agrandaron, empezó a registrarse el bolsillo de la chaqueta y sacó un sobre.
-¿Entonces, qué hago con esto?
-¿Qué es?
Sacó del sobre una página impresa en alemán, y dijo:
-Es una página de ese libro alemán que…
El profesor Rodney se puso repentinamente congestionado.
-¿Le arrancó una página al Beilstein?
Lo dijo gritando, cosa que me dejó de una pieza. No le hubiera creído capaz de chillar.
-Pensé que podríamos analizarla para encontrar pegamento del papel adhesivo, quizá un poquito de cianuro que hubiera caído.
-¡Démela! -gritó el profesor-, ¡estúpido, ignorante!
Alisó la hoja y la miró por ambos lados, como para asegurarse de que no había desaparecido ninguna letra.
-¡Vándalo! -exclamó, y estoy seguro de que en ese momento habría sido capaz de matar a Hathaway y reírse durante todo el proceso.
El profesor Rodney podía estar moralmente seguro de la culpabilidad de Susan y, para el caso, igual podía estarlo yo. Sin embargo, la certidumbre moral no se puede presentar ante un jurado. Se necesitaba la evidencia.
Así que, como no tengo fe en los testigos, acometí el problema por el único punto débil de cualquier posible culpable: el posible culpable mismo.
Hice que ella presenciara los nuevos derroteros del interrogatorio, y si éste no delataba su culpabilidad, tal vez lo hicieran sus nervios.
Por su aspecto no podía decir cómo sería de bueno ese «tal vez». Susan Morey se sentó ante su mesa, con las manos entrelazadas ante sí, la mirada fría y la piel tirante en torno a las ventanas de su nariz.
En primer lugar entró el pequeño peletero alemán; parecía enfermo de preocupación.
-Yo no he hecho nada -balbuceó-. Por favor. Tengo cosas que hacer. ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí?
Hathaway tenía su nombre y sus datos personales, así que pasé por alto todo eso y fui al grano.
-Llegó usted aquí un poco antes de las dos. ¿Cierto?
-Sí. Quería informarme acerca de los repelentes contra las polillas…
-De acuerdo. Cuando entró fue hacia la mesa de recepción. ¿Cierto?
-Sí. Le dije mí nombre, quién era yo, lo que quería…
-¿A quién se lo dijo? -esa era la pregunta clave.
El tipo se me quedó mirando. Tenía el pelo rizado y una boca hundida como si no tuviera dientes, pero era sólo la apariencia, porque cuando hablaba, descubría unos pequeños dientes amarillos.
-A ella. Se lo dije a ella. A esa chica que hay sentada ahí -dijo.
-Es cierto -intervino Susan sin expresión-. Habló conmigo.
El profesor Rodney la estaba observando con una mirada de concentrado desprecio. Se me ocurrió que su motivo para desear ver cómo se hacía rápidamente justicia podía ser más personal que idealista. Sin embargo, eso no era asunto mío.
-¿Está seguro de que es esta la joven? -le pregunté al peletero.
-Sí -contestó-. Le dije mi nombre y lo que quería, y sonrió. Me dijo dónde encontraría los libros sobre insecticidas. Luego, cuando me marchaba, otra joven salió de allí dentro.
-¡Bien! -dije inmediatamente-. Aquí tiene una fotografía de la otra joven. Dígame, ¿habló usted con la chica que está en la mesa y era la joven de la fotografía la que salió de la habitación de dentro? ¿0 habló usted con la joven de la fotografía y la que está en la mesa fue la que salió de la habitación?
Durante un minuto largo, el peletero contempló a la joven, luego a la fotografía, y luego a mí.
-Son iguales.
Solté una maldición por dentro. Una imperceptible sonrisa cruzó los labios de Susan y aleteó un momento antes de desaparecer. Debió de contar con eso. Eran vacaciones. No había casi nadie en la biblioteca. Nadie prestaría mucha atención a las bibliotecarias que están ahí como las estanterías, y si alguien llegaba a fijarse, nunca podría jurar a cuál de las «Bibliotecarias Mellizas» había visto.
Ahora ya sabía que era culpable, pero saberlo no significaba nada.
-Bien, ¿de quién se trataba? -pregunté.
Contestó, como alguien que está deseando dar por terminado un interrogatorio.
-Hablé con ella, con esa joven que está ahí junto a mesa.
-Es cierto -dijo Susan con calma.
Mis esperanzas de que la traicionaran sus nervios se hundieron.
-¿Podría jurarlo? -pregunté al peletero.
-No -contestó éste inmediatamente.
-Muy bien. Hathaway, llévatelo. Mándalo a su casa.
El profesor Rodney se inclinó para tocarme en el codo.
-¿Por qué le ha sonreído ella al tipo ese mientras estaba explicando lo que había hecho? -susurró.
-¿Y por qué no? -le contesté de igual modo; no obstante, me volví a ella y le hice esa misma pregunta.
Sus cejas se levantaron una fracción de pulgada.
-Sólo he querido ser amable. ¿Hay algo malo en ello?
Ella casi estaba disfrutando. Podría jurarlo.
El profesor negó ligeramente con la cabeza. Me susurró de nuevo:
-No es de esas que le sonríen a un extraño molesto. Tuvo que ser Louella-Marie la que estaba en la mesa.
Me encogí de hombros. Podía imaginarme lo que pasaría si presentaba una prueba de esa naturaleza ante el comisario.
Cuatro de los estudiantes carecían de interés y los despachamos en poco tiempo. Estaban embebidos en sus investigaciones. Sabían qué libros querían y en qué estantes estaban. Fueron directamente al sitio sin detenerse en la mesa de recepción. Ninguno pudo decir si era Susan o Louella-Marie la que estaba en la mesa en ese determinado momento. Ninguno había levantado la vista siquiera de sus libros, según decían, hasta que el grito vino a alterarlo todo.
El quinto era Peter van Norden. Mantuvo los ojos firmemente fijos en su pulgar derecho, que tenía una uña muy mordida. No miró a Susan cuando le hicieron entrar.
Se sentó y le dejé un rato para que se relajara.
-¿Qué está haciendo aquí en esta época del año? -dije finalmente-. Tengo entendido que es período de vacaciones.
-Mis exámenes finales serán el mes que viene. Estoy estudiando. Son exámenes de grado. Si apruebo obtendré el doctorado, ¿sabe?
-Supongo que se detuvo en la mesa de recepción al entrar aquí -dije.
Masculló algo.
-¿Cómo? -pregunté.
-Que no -dijo en una voz baja, casi tan baja como antes-. Que no creo que me detuviera en la mesa.
-¿No lo cree?
-No lo hice.
-¿No resulta eso extraño? Tengo entendido que era usted buen amigo de Susan y de Louella-Marie. ¿No se paró a saludarlas?
-Estaba preocupado. Tenía la cabeza puesta en ese examen. Tenía que estudiar. Yo…
-Entonces, ¿no tuvo tiempo ni para decir hola? -miré a Susan para ver cómo reaccionaba. Parecía más pálida, pero podían ser figuraciones mías.
¿No es cierto que estaba usted prácticamente comprometido con una de ellas? -pregunté.
Alzó la vista con incomodada indignación:
-¡No! No puedo comprometerme hasta que saque mi título. ¿Quién le dijo que yo estaba comprometido?
-Digo prácticamente comprometido.
-¡No! Puede que haya salido con ella unas cuantas veces. Y eso, ¿qué? ¿Qué significa salir un par de veces?
-Vamos, Peter, ¿cuál era tu novia? -pregunté con suavidad.
-Le digo que la cosa no era así.
Se estaba lavando las manos en el asunto con demasiado interés, parecía como enterrado en una montaña de espuma invisible.
-¿Usted qué dice? -pregunté de pronto, dirigiéndome Susan-. ¿Se detuvo en la mesa?
-Me saludó al pasar –contestó-. cierto, Peter?
-No recuerdo -respondió adusto-. Puede que sí.
-¿Y qué?
-Nada -dije-. En mi interior deseé que Susan saboreara el fruto de su acción. Si había matado para ganarse a este ejemplar, había perdido el tiempo. Estaba seguro de que en adelante la ignoraría, aunque la viera caer de un segundo piso y fuera a darle en su misma cara.
Susan debió de darse cuenta de ello también. Por la mirada que le echó a Peter van Norden, le apunté como segundo candidato para el cianuro, suponiendo que ella quedara libre… y desde luego parecía que así iba a ser.
Hice una seña a Hathaway para que se lo llevara. Hathaway se levantó cumpliendo mi orden, y le preguntó:
-Dígame, ¿ha utilizado alguna vez esos libros? -señaló los estantes donde se alineaban los sesenta y tantos volúmenes de la enciclopedia de química orgánica desde el suelo hasta el techo.
El muchacho miró por encima del hombro y contestó con sincera sorpresa:
-Claro. Tengo que consultarlos. ¡Vaya!, ¿hay algo malo en consultar fórmulas en el Beils?
-Nada, de acuerdo -le confirmé-. Anda, Ed.
Ed Hathaway me miró con el ceño fruncido y se llevó al muchacho. Le cuesta tener que renunciar a una teoría desechada.
Eran alrededor de las seis, y veía que no podía hacerse mucho más. Tal como estaba el asunto, era la palabra de Susan contra la de nadie. Si se hubiera tratado de un maleante con antecedentes, habríamos podido sacarle la verdad por medio de una serie de métodos eficaces, aunque fastidiosos. Pero en este caso, no era aconsejable emplear procedimientos de ese tipo.
Me volví hacía el profesor para decírselo, pero éste estaba contemplando las tarjetas de Hathaway. Al menos una que tenía en la mano. Miren ustedes, la gente no para de hablar de que las manos de los demás tiemblan cuando están excitados, pero no es cosa que uno ve a menudo. Sin embargo, la mano de Rodney estaba temblando, temblando como el percusor de un despertador antiguo.
Se aclaró la garganta.
-Déjeme preguntarle algo. Déjeme…
Me quedé mirándole; luego eché mi silla hacia atrás.
-Adelante -dije. A estas alturas no teníamos nada que perder.
Miró a la joven y dejó la tarjeta boca abajo sobre la mesa.
-Señorita Morey -dijo temblando.
Parecía evitar deliberadamente la familiaridad del nombre de pila.
Ella le miró. Por un momento pareció ponerse nerviosa, pero se le pasó y se sintió de nuevo tranquila.
-¿Sí, profesor?
-Señorita Morey, usted sonrió cuando el peletero le dijo a qué había venido. ¿Por qué lo hizo? -preguntó el profesor.
-Ya se lo dije, profesor Rodney -replicó la joven-. Intentaba ser amable.
-¿Quizá hubo algo extraño en lo que él dijo? ¿Algo divertido?
-Tan sólo intentaba ser amable -insistió ella.
-Tal vez le pareció divertido su nombre, señorita Morey?
-No especialmente -contestó con indiferencia.
-Bueno, nadie ha mencionado aquí su nombre. Yo no lo sabía hasta que he leído esta tarjeta por casualidad -y, de pronto, gritó excitado-: ¿Cuál era su nombre, señorita Morey?
La muchacha hizo una pausa antes de contestar.
-No lo recuerdo.
-¿De veras? Pero él se lo dijo, ¿no?
-¿Y qué si me lo dijo? -su voz parecía ahora impaciente- Sólo era un nombre. Después de todo lo que ha ocurrido, no pueden esperar de mí que recuerde un nombre extranjero que sólo he oído una vez.
-Entonces, ¿era extranjero?
Se contuvo, evitando caer en la trampa.
-No recuerdo -replicó-. Creo que era un típico apellido alemán, pero no lo recuerdo. Para mí, como sí me hubiera dicho que se llamaba John Smith.
Por mi parte, tenía que admitir que no comprendía lo que el profesor pretendía. Así que le pregunté:
-¿Qué está intentando probar, profesor Rodney?
-Estoy intentando probar -dijo preso de una gran tensión-, de hecho estoy probando, que fue Louella-Marie, la joven muerta, la que estaba en la mesa de recepción cuando entró el peletero. Le dijo su apellido a Louella-Marie y ella sonrió en consecuencia. Era la señorita Morey la que salía del despacho interior cuando él se volvió para marcharse. Era la señorita Morey, esta joven, quien acababa de preparar y envenenar el té.
-¡Se basa usted en el hecho de que no puedo recordar el nombre de ese hombre! -chilló Susan Morey-. Eso es ridículo.
-No, no lo es -dijo el profesor-. Si usted hubiera sido la joven que estaba en la mesa de recepción recordaría ese nombre. Le habría sido imposible olvidarlo. Si hubiera sido usted la que estaba en la mesa de recepción -levantó la tarjeta de Hathaway. Y continuó-. El nombre del peletero es Ernest, pero su apellido es Beilstein. ¡Su apellido es Beilstein!
Susan dejó escapar el aire como si le hubieran dado una patada en el estómago. Se puso tan blanca como el polvo de talco.
El profesor continuó excitado:
-Ningún bibliotecario químico puede olvidar el nombre de alguien que entra y dice que se llama Beilstein. La enciclopedia de sesenta volúmenes a la que nos hemos referido hoy media docena de veces se cita invariablemente por el nombre de su editor, Beilstein. Ese nombre es como una segunda naturaleza para una bibliotecaria química, como Jorge Washington, como Cristóbal Colón. Para ella ese nombre resulta más familiar que cualquiera de los que he mencionado. Si esta joven pretende haber olvidado el nombre, es sólo porque nunca lo ha oído. Y no lo ha oído porque no estaba en la mesa de recepción.
Me puse en pie y dije con severidad:
-Y bien, señorita Morey -dejé también de llamarla por el nombre de pila-, ¿qué dice usted a eso?
Se puso a chillar histérica, como si quisiera rompernos los tímpanos. Media hora después teníamos su confesión.