La Piedra Viviente

Grande es el cinturón de asteroides y pequeña la parte ocupada por el hombre. Larry Vernadsky había sido asignado a la Estación Cinco por un período de un año; se hallaba ya en el séptimo mes, pero cada vez se preguntaba con más frecuencia si su salario podría compensarle de su casi solitario confinamiento, a setenta millones de millas de la Tierra. Era un joven delgado que no tenía pinta de ingeniero espacio-náutico ni de hombre de los asteroides. Tenía los ojos azules, el pelo color mantequilla, un invencible aire de inocencia que ocultaba su despierta mentalidad, y un espíritu curioso agudizado por el aislamiento.

Tanto su cara de inocencia como su curiosidad le fueron útiles a bordo del Robert Q.

Cuando el Robert Q. aterrizó en la plataforma exterior de la Estación Cinco, Vernadsky subió a bordo casi inmediatamente. Manifestaba ese desbordante regocijo que, de ser perro, habría acompañado de un menear de cola y un alegre concierto de ladridos.

El hecho de que el capitán del Robert Q. acogiera sus risas con el silencio severo y desabrido que se reflejaba pesadamente en su rostro de toscas facciones, no importaba en absoluto. Para. Vernadsky, la nave representaba la tan deseada compañía y era bien venida. A su disposición ponía la cantidad que quisiera de los millones de galones de hielo y las toneladas de concentrados de alimentos congelados que se almacenaban en el interior del asteroide hueco que servía de Estación Cinco. Vernadsky tenía lista toda clase de herramental eléctrico que pudiera hacer falta, toda clase de recambios necesarios para un motor ultra-atómico.

Todo el semblante juvenil de Vernadsky irradiaba alegría mientras rellenaba el impreso rutinario, tomando rápidamente anotaciones que más tarde pasaría a datos de computadora para archivarlos. Anotó el nombre de la nave y su número de serie, el número de motor, número del generador de campo y demás, puerto de embarque («hemos tocado un montón de puertos por todos estos malditos asteroides, ya no recuerdo cuál fue el último», y Vernadsky escribió simplemente «Cinturón», que era la abreviatura usual de «Cinturón de Asteroides»); puerto de destino («la Tierra»); motivo de su escala («fallos en la transmisión ultra-atómica»).

-¿Cuántos componen su tripulación, capitán? -preguntó Vernadsky mientras revisaba la documentación de la nave.

-Dos -dijo el capitán-. ¿Qué tal si echa una mirada a los ultra-atómicos? Llevamos un cargamento para entregar -tenía azulencas las mejillas debido al espesor de su barba, y su aspecto era el de un endurecido minero que ha pasado toda su vida en los asteroides. Sin embargo, tenía una manera de hablar propia de un hombre educado, casi adulto.

-Por supuesto -Vernadsky subió su equipo detector a la sala de motores, seguido del capitán. Comprobó los circuitos, el grado de vacío y la densidad del campo de fuerza con toda soltura y diligencia.

No pudo evitar hacerse sus reflexiones acerca del capitán. A pesar de la aversión que él sentía por lo que le rodeaba, se daba cuenta vagamente de que había algunas personas que sentían fascinación por los inmensos vacíos y por la libertad de los espacios. Sin embargo, presentía que un hombre como el capitán no sería minero de los asteroides sólo por amor a la soledad.

-¿Transporta usted algún tipo especial de mineral? -preguntó.

-Cromo y manganeso -dijo el capitán, frunciendo el ceño.

-¿De veras?… Yo en su lugar le cambiaría el multiplicador Jenner.

-¿Es eso lo que va mal?

-No, no es eso. Pero lo lleva algo gastado. Se arriesga a tener otro fallo dentro de un millón de millas. Y puesto que está aquí la nave…

-De acuerdo, cámbielo. Pero haga el favor de encontrar la pega.

-Hago lo que puedo, capitán.

La última observación del capitán fue lo bastante áspera como para desanimar incluso a Vernadsky. Durante un rato trabajó en silencio; luego se puso en pie.

-Tiene usted velado un semirreflector gamma. Cada vez que el haz de positrones completa el ciclo de su recorrido, la transmisión vacila un segundo. Tendrá que cambiarlo.

-¿Cuánto tardará?

-Varias horas. Quizá doce.

-¿Cómo? Ya voy con retraso.

-Lo siento -Vernadsky seguía de buen humor-. Es lo más que puedo hacer. Hay que inundar de helio el sistema durante tres horas, antes de que yo pueda entrar en él. Y después tengo que ajustar el nuevo semirreflector, y eso lleva tiempo. Podría hacerle una reparación en cuestión de minutos, pero no quedaría del todo bien. Tendría una avería antes de llegar a la órbita de Marte.

-Pues venga. Empiece de una vez -dijo el capitán de mal talante.

Vernadsky trasladó con cuidado el bidón de helio a bordo de la nave. Dado que los generadores de pseudogravedad estaban desconectados, su peso era prácticamente nulo, aunque conservaba toda su masa e inercia. Las operaciones resultaban aún más difíciles, puesto que también Vernadsky carecía de peso.

Debido a que andaba con la atención puesta enteramente en el bidón de helio, se equivocó al doblar una esquina en el atestado interior de la nave, y se encontró de pronto en un compartimiento extraño y oscuro.

Sólo tuvo tiempo de dar un grito de sorpresa, y acudieron precipitadamente dos hombres que les echaron fuera, a él y al bidón, y cerraron la puerta.

Guardó silencio mientras ajustaba el bidón a la válvula de entrada del motor y escuchaba el ruido suave, como un suspiro prolongado, que el helio producía a medida que inundaba el interior, barriendo lentamente los gases radioactivos absorbidos hacia el espacio vacío que todo lo admite.

Su curiosidad se impuso sobre su prudencia, y dijo:

-Lleva usted una gran siliconia a bordo de la nave, capitán. Es enorme.

El capitán se volvió lentamente hacia Vernadsky.

-¿Ah, sí? -preguntó con una voz completamente neutra.

-La he visto. ¿Le importaría que le echara otra mirada?

-¿Para qué?

-Bueno, verá usted, capitán, hace más de medio año que estoy en esta roca. He leído todo lo que ha caído en mis manos sobre asteroides, lo cual quiere decir que me he leído todo lo que se refiere a las siliconias. Y jamás he visto ni siquiera una pequeña. Sea comprensivo -dijo Vernadsky con tono implorante.

-Creo que tiene un trabajo que hacer.

-Sólo dejar que el helio vaya limpiando durante unas horas. Mientras no termine, no tengo nada que hacer. Pero ¿cómo es que transporta usted una siliconia, capitán?

-Es mi mascota. Hay a quien le gustan los perros. A mí me gustan las siliconias.

-¿Ha logrado que hable?

El capitán se azoró.

-¿Por qué lo pregunta?

-Algunas han hablado. Otras llegan incluso a leer el. pensamiento.

-¿Qué es usted? ¿Un experto en estas malditas cosas?

-He leído sobre todas estas cosas. Ya se lo he dicho. Vamos, capitán. Déjeme verla.

Vernadsky hizo como que no se daba cuenta de que tenía al capitán enfrente y un tripulante a cada lado. Cualquiera de los tres era más alto que él, más pesado, y todos ellos -estaba seguro- iban armados.

-Bueno, ¿qué hay de malo? No se la voy a robar. Sólo quiero verla -dijo Vernadsky.

Debió de ser el trabajo de reparación sin terminar, lo que le salvó la vida en ese momento. Aún más, puede que fuera su aspecto de alegre y estúpido candor lo que hizo que le dejaran tranquilo.

-Bueno, vamos -dijo el capitán.

Y Vernadsky le siguió, mientras trabajaba su ágil pensamiento y el pulso le galopaba febrilmente.

Vernadsky contempló con verdadero pavor y algo de repugnancia la criatura gris que tenía delante. Era completamente cierto que no había visto jamás una siliconia, pero había visto fotos tridimensionales y había leído descripciones de ella. Sin embargo, la presencia real y efectiva de una cosa tiene algo que no pueden suplir ni las palabras ni las fotografías.

Tenía la piel de un gris suavemente aceitoso. Sus movimientos eran lentos, como correspondían a una criatura que se cobijaba en la piedra y era de piedra más de la mitad de sí misma. No se veía la menor contorsión de músculos debajo de esa piel; en cambio, se movía de un modo viscoso mediante delgadas placas de piedra que resbalaban grasientas unas sobre otras.

En general, tenía una forma ovoide, redonda por arriba, aplastada por abajo, con dos series de apéndices. Debajo estaban las «patas» dispuestas radialmente. Tenía seis en total y terminaban en afiladas puntas silíceas, reforzadas con unas fundas metálicas. Estas extremidades podían trocear la roca, desmenuzándola en porciones comestibles.

En la achatada base de la criatura, oculta a la vista a menos que pusieran del revés a la siliconia, estaba la única abertura hacia su interior. Se metía las piedras desmenuzadas en esa cavidad. Dentro, la piedra caliza y los silicatos hidratados reaccionaban para formar las siliconas con las que se formaban los tejidos de la criatura. El sílice sobrante volvía a salir por la cobertura en forma de excrementos blancos como guijarros.

¡Qué desconcertados se sintieron los extraterrólogos ante los suaves guijarros diseminados por las pequeñas operarias de las estructuras rocosas de los asteroides, hasta que fueron descubiertas las primeras siliconias! ¡Y cómo se maravillaban después al ver la manera con que estas criaturas hacían que las siliconias -estos polímeros de silicona y oxígeno con cadenas laterales de hidrocarburo- realizaran esa multiplicidad de funciones que las proteínas realizan en la vida terrestre!

De lo más alto del dorso de la criatura surgían los restantes apéndices, dos conos invertidos, huecos y en direcciones opuestas, que encajaban cómodamente en sus correspondientes huecos situados a lo largo del dorso y podían levantarse un poco hacia arriba.

Cuando la siliconia horadaba la roca, plegaba las «orejas» para ofrecer el menor obstáculo posible en su avance. Cuando descansaba en su caverna excavada, las sacaba para poder captar mejor y con más sensibilidad. El vago parecido que tenían con las orejas de un conejo hacían inevitable el nombre de siliconia. Los extraterrólogos más serios, que se referían habitualmente a esas criaturas con el nombre de Siliconeus asteroidea, pensaban que las «orejas» debían tener alguna relación con los rudimentarios poderes telepáticos que tales bestias poseían. Pero había también una minoría que sostenía otras hipótesis. La siliconia se deslizaba lentamente por encima de una roca untada de aceite. En un rincón del compartimiento había un montón más de rocas esparcidas, que, como Vernadsky sabía, constituían el alimento de aquella criatura. O al menos la necesitaba para la formación de sus tejidos. Porque, según había leído, eso sólo no bastaba para proporcionarle toda su energía.

Vernadsky estaba maravillado.

-Es un monstruo –dijo-. Tiene casi medio metro de ancho.

El capitán refunfuñó unas palabras evasivas.

-¿Dónde la consiguió? -preguntó Vernadsky.

-La encontré en una roca.

-Pues escuche, la mayor que se ha encontrado tendrá unos cinco centímetros. Esta la podía vender a algún museo o universidad de la Tierra por un par de miles de dólares, quizá.

El capitán se encogió de hombros.

-Bueno, ya la ha visto. Volvamos a los motores.

Había agarrado fuertemente a Vernadsky por el codo, y estaban ya a punto de marcharse, cuando algo vino a detenerles: una voz a la vez lenta y farfullante, hueca y arenosa.

Fue producida mediante la fricción cuidadosamente modulada de unas placas contra otras, y Vernadsky se quedó mirando con horror a quien había hablado.

Era la siliconia, que se había convertido de repente en una piedra parlante. Había dicho:

-El hombre se pregunta si esta cosa puede hablar.

-¡Válgame el espacio, sí que habla! -susurró Vernadsky.

-Muy bien -dijo el capitán con impaciencia-. Ya la ha visto y la ha oído también. Vámonos ya.

-Y lee el pensamiento -dijo Vernadsky.

La siliconia dijo:

-Marte da una vuelta cada dos cuatro horas tres siete y medio minutos. La densidad de Júpiter es uno punto dos. Urano fue descubierto en el año uno siete ocho uno. Plutón es el planeta más alejado. El Sol es el más pesado, con una masa de dos cero cero cero cero cero…

El capitán tiró de Vernadsky y se lo llevó. Vernadsky, medio andando hacia atrás, medio tropezando, escuchaba fascinado aquel apagado zumbido de ceros.

-¿De dónde sacó la piedra todas esas tonterías, capitán? -preguntó.

-Le leímos un viejo libro de Astronomía. Muy viejo. De antes de que se inventaran los viajes espaciales -dijo uno de los tripulantes con disgusto-. Ni siquiera era un libro-film. Se trataba de una impresión corriente.

-Cállate -dijo el capitán

Vernadsky, comprobó la salida de helio que iba eliminando las radiaciones gamma. Ya era hora de terminar la limpieza y ponerse a trabajar en el interior. Fue un trabajo concienzudo, y Vernadsky sólo lo interrumpió una vez para tomarse un café y descansar.

-¿Sabe cómo me lo imagino todo, capitán? -dijo con la inocencia brillando en su sonrisa-. Me imagino a esa cosa viviendo dentro de las rocas de algún asteroide durante toda su vida. Durante cientos de años, quizá. Es un bicho tremendo, y probablemente es mucho más listo que las siliconias corrientes. Entonces viene usted y la encuentra, y ella descubre que el universo no es sólo roca. Descubre trillones de cosas que nunca había imaginado, por eso le interesa la Astronomía. Son un mundo nuevo todas esas ideas que encuentra en el libro y en las mentes humanas, también. ¿No cree usted?

Trataba desesperadamente de hacer hablar al capitán, sonsacarle algo concreto en qué poder basar sus deducciones. Por ese motivo se arriesgó a decir eso, que debía de ser la mitad de la verdad. La mitad más pequeña, por supuesto.

Pero el capitán, recostado contra el mamparo con los brazos cruzados, se limitó a decir:

-¿Cuándo lo tendrá terminado?

Fue su último comentario, y Vernadsky se vio obligado a contentarse con ello. El motor quedó finalmente arreglado a gusto de Vernadsky, y el capitán pagó al contado unos honorarios razonables, cogió su recibo y despegó en medio de una llamarada de hiperenergía de la nave.

Vernadsky vio cómo se alejaba, y sintió una excitación casi irresistible. Se dirigió rápidamente al transmisor subetérico.

-Tengo que tener razón -murmuró para sí-, tengo que tenerla.

El oficial Milt Hawkins recibió la llamada en la soledad de su alojamiento en el Puesto de Policía del Asteroide número 72. Estaba a solas, con una barba de dos días, una lata de cerveza y un proyector de películas, y la melancolía que reflejaba su rostro colorado y mofletudo era el resultado de la soledad en que vivía, igual que lo era la forzada animación de los ojos de Vernadsky.

El oficial Hawkins se encontró de pronto mirando esos ojos y se sintió feliz. Aun cuando se tratara sólo de Vernadsky, la compañía era bien venida. Le saludó efusivamente y escuchó complacido el sonido de la voz sin preocuparse demasiado de lo que decía.

De pronto, la diversión desapareció y prestó atención. -Un momento. ¡Un-mo-men-to! -dijo-. ¿De qué estás hablando?

-¿No me has escuchado, polizonte sordo? Estoy poniendo toda el alma en lo que te digo.

-Bueno, dímelo por partes, por favor. ¿Qué dices de una siliconia?

El tipo ese lleva una a bordo. Dice que es su mascota y la alimenta con rocas grasientas.

-¡Bah! Un minero de la ruta de los asteroides sería capaz de convertir un pedazo de queso en su mascota, si pudiera hacer que le diera conversación.

-Pero no es una siliconia normal y corriente. No se trata de una de esas que tienen unos pocos centímetros. Tiene más de treinta centímetros de ancho. ¿No lo comprendes? ¡Espacio! Yo creía que un tipo que vive aquí tenia que saber algo sobre los asteroides.

-Está bien. ¿Por qué me lo cuentas?

-Escucha, las rocas grasientas le sirven para formar sus tejidos, pero ¿de dónde crees que consigue su energía una siliconia de ese tamaño?

-No tengo ni idea.

-Exactamente de… ¿hay alguien ahí en este momento?

-En este momento, no. Ojalá.

-Dentro de un minuto no pensarás así. Las siliconias obtienen su energía mediante la absorción directa de rayos gamma.

-¿Quién lo dice?

-Lo dice un tipo llamado Wendell Urth. Es un extraterrólogo muy famoso. Y es más, dice que para eso es para lo que le sirven las orejas a la siliconia -Vernadsky se puso los dedos índices en las sientes y los movió rápidamente-. Nada de telepatías. Detecta la radiación gamma a niveles que no puede detectar ningún instrumento humano.

-Muy bien. ¿Y qué? -preguntó Hawkins. Pero comenzaba a ponerse pensativo.

-Pues eso: que Urth dice que no hay suficiente radiación gamma en ningún asteroide para alimentar siliconias de más de tres o cuatro centímetros. Ni hay suficiente radiactividad. Y aquí tenemos una de casi medio metro, unos treinta y ocho centímetros largos.

-Bueno…

-Quiere decirse que la ha tenido que sacar de algún asteroide que está rebosante de energía, plagado de uranio, macizo de tantos rayos gamma. Un asteroide con suficiente radiactividad como para estar caliente al tacto y lejos de las órbitas regulares, de modo que nadie se ha tropezado con él. Supón que algún muchacho avispado aterriza en ese asteroide por casualidad y se da cuenta del calor de las rocas y se pone a pensar. Ese capitán del Robert Q. no es un ignorante buscador de piedras. Es un tipo astuto.

-Sigue.

-Suponte que hace estallar algún pedazo de roca para hacer una comprobación, y descubre una siliconia gigante.. Entonces se da cuenta de que ha descubierto el filón más increíble de la historia. Y no necesita investigaciones. La siliconia puede guiarle a las vetas ricas.

-¿Por qué?

-Porque quiere conocer el universo. Porque ha pasado quizá un millar de años bajo la roca, y acaba de descubrir las estrellas. Puede leer el pensamiento, y puede incluso aprender a hablar. Podría haber hecho un trato. Escucha, el capitán se apresuraría a aprovecharlo. La explotación del uranio es un monopolio estatal. A los mineros sin licencia no se les permite ni siquiera llevar contadores. Sería una ocasión estupenda para el capitán.

-Quizá tengas razón -dijo Hawkins.

-Nada de quizá. Tenías que haberles visto a mi lado mientras contemplaba la siliconia, dispuestos a saltar sobre mí si decía una sola palabra extraña. Tenías que haberles visto cómo me sacaron a los dos minutos.

Hawkins se frotó su rasposa barbilla con la mano y calculó mentalmente el tiempo que tardaría en afeitarse.

-¿Cuánto tiempo puedes retener al tipo en tu estación? -preguntó.

-¡Retenerlo! ¡Espacio! ¡Se ha marchado!

-¿Qué? ¿Entonces de qué demonios estamos hablando? ¿Por qué le has dejado marchar?

-Eran tres individuos -explicó Vernadsky con paciencia-. Todos eran más grandes que yo, iban armados y apuesto a que los tres estaban dispuestos a matar. ¿Qué querías que hiciera?

-De acuerdo, pero ¿qué hacemos ahora?

-Salir y cogerles. Es la mar de fácil. Estuve reparándole los semirreflectores y lo hice a mi modo. Se les cortará el suministro de energía dentro de unas diez mil millas. Y les instalé un rastreador en el multiplicador Jenner.

Hawkins abrió los ojos con sorpresa ante el sonriente rostro de Vernadsky.

-¡Santo Toledo!

-Y no metas a nadie en esto. Sólo tú, yo y el crucero de la policía. Ellos no tendrán energía y nosotros dispondremos de un cañón o dos. Nos dirán dónde está el asteroide de uranio. Lo localizamos, y después nos ponemos en contacto con el Cuartel General de la Patrulla. Les entregaremos tres, repito, tres contrabandistas de uranio, una siliconia gigante como jamás vio nadie en la Tierra, y un, repito, un pedazo de mineral de uranio tremendo, como tampoco habrá visto nadie en la Tierra. Y a ti te ascenderán a teniente y a mí me darán un trabajo permanente en la Tierra. ¿De acuerdo?

Hawkins estaba aturdido.

-De acuerdo -gritó-. Voy para allá.

Antes de localizar la nave por el débil reflejo del Sol, estaban ya casi encima.

-¿Es que no les has dejado energía suficiente para las luces de la nave? No les quitarías el generador de emergencia, ¿verdad?

Vernadsky encogió los hombros.

-Están ahorrando energía, esperando que alguien les recoja. Apuesto a que en este momento están empleando toda la que tienen en una llamada sub-etérica.

-Si es así, yo no la estoy recibiendo -dijo Hawkins con sequedad.

-¿No?

-Lo que se dice nada.

El crucero de la policía se aproximó en espiral. Su presa, con la energía cortada, iba por el espacio a la deriva, a una velocidad uniforme de diez mil millas por hora. El crucero se puso a su altura, a la misma velocidad, y se aproximó a la nave a la deriva.

Una expresión de angustia cruzó el semblante Hawkins.

-¡Oh, no! -¿Qué pasa?

-Esa nave ha recibido un impacto. Un meteoro. Sabe Dios los que habrá en el cinturón de los asteroides.

El rostro y la voz de Vernadsky perdieron toda su animación:

-¿Un impacto? ¿Han naufragado?

-Tiene un boquete del tamaño de una puerta de establo. Lo siento, Vernadsky, pero esto puede tomar mal cariz.

Vernadsky cerró los ojos y tragó saliva con fuerza. Sabía lo que Hawkins quería decir. Vernadsky había reparado mal la nave deliberadamente, cosa que podía llegar a ser considerada como un delito. Y toda muerte que se deriva de un delito constituye un asesinato.

-Escucha, Hawkins, tú sabes por qué lo hice -dijo.

-Yo sé lo que tú me has contado y lo testificaré así, si es necesario. Pero si esta nave no hacía contrabando…

No terminó la frase. Ni tenía por qué.

Entraron en la nave destrozada protegidos con sus trajes espaciales.

El Robert Q. era un montón de chatarra, por dentro y por fuera. Al no tener energía, no había tenido posibilidad de levantar la más mínima pantalla contra la roca que se les vino encima, o detectarla a tiempo; o de evitarla, si es que la llegaron a detectar. La roca había perforado el casco de la nave como si se tratara de una simple chapa de aluminio. Había aplastado la cabina del piloto, había provocado el escape del aire de la nave y había matado a los tres hombres que había a bordo.

Un miembro de la tripulación había ido a estamparse contra el mamparo a causa del impacto, y ahora no era más que un montón de carne congelada. El capitán y el otro tripulante yacían en actitudes rígidas con la piel congestionada por coágulos de sangre helados donde el aire, al salir hirviendo de la sangre, había roto los vasos.

Vernadsky, que nunca había visto esa clase de muerte en el espacio, se sintió enfermo; pero luchó para no vomitar dentro de su traje espacial, y lo consiguió.

-Vamos a comprobar el mineral que transportaba. Tiene que estar viva. Tiene que estarlo -se decía a sí mismo-. Tiene que estarlo.

La puerta de la bodega se había alabeado por la violencia de la colisión y quedaba una rendija de un centímetro en el lugar donde ya no encajaba con el marco.

Hawkins levantó el contador que llevaba en su mano enguantada y orientó la ventana de mica hacia aquella grieta.

Crepitó como un millón de urracas.

-Ya te lo dije -dijo Vernadsky con inmenso alivio. El haber averiado la nave no podía interpretarse ahora sino como una ingeniosa y muy loable manera de cumplir con su deber de ciudadano, y la colisión del meteoro que había causado la muerte de los tres hombres no era más que un lamentable accidente.

Tuvieron que disparar dos veces el rayo de sus pistolas para hacer saltar la puerta retorcida y, a la luz de sus linternas, descubrieron toneladas de rocas.

Hawkins cogió dos pedazos de discreto tamaño y los dejó caer cuidadosamente en uno de los bolsillos de su traje.

-Como pruebas -dijo- y para verificarlas.

-No las tengas demasiado tiempo cerca de la piel -le aconsejó Vernadsky.

-El traje me protegerá hasta que lleguemos a la nave. Después de todo, no es uranio puro.

-Apuesto a que casi lo es -Vernadsky había recuperado toda su anterior jactancia.

-Bueno, esto simplifica las cosas. Hemos detenido a una banda de contrabandistas, quizá, o a parte de ella. Pero ¿qué hacemos ahora?

-El asteroide de uranio…

-De acuerdo, ¿dónde está? Los únicos que lo sabían están muertos.

-¡Espacio!

Y de nuevo se desvaneció la animación de Vernadsky. Sin el asteroide, sólo tenía tres cadáveres y una pocas toneladas de mineral de uranio. La cosa estaba bien, pero no era nada espectacular. Significaría una mención, sí, pero él no buscaba una mención. Aspiraba a una promoción, a un trabajo fijo cerca de la Tierra, y eso requería algo más.

-¡Por todos los espacios, la siliconia! Puede vivir en el vacío. De hecho, vive siempre en el vacío, y sabe dónde está el asteroide.

-¡Bien! -exclamó Hawkins con repentino entusiasmo-. ¿Dónde está esa cosa?

-A popa -exclamó Vernadsky-. Por aquí.

La siliconia brilló a la luz de sus linternas. Se movía y estaba viva.

A Vernadsky le latía el corazón con violencia a causa de la excitación.

-Tenemos que llevárnosla, Hawkins.

-¿Por qué?

-El sonido no se transmite en el vacío, ¡por el del espacio! Tenemos que trasladarla al crucero.

-De acuerdo, de acuerdo.

-Pero no podemos envolverla en un traje transmisor de radio.

-He dicho que de acuerdo.

La trasladaron con toda precaución y cuidado, sujetando amorosamente, con los dedos enfundados en unos guantes metálicos, la grasienta superficie de la criatura.

Hawkins la sostuvo mientras salían a trompicones del Robert Q.

Ahora la tenían en la sala de control del crucero. Los dos hombres se habían despojado de los cascos, y Hawkins se estaba quitando el traje. Vernadsky fue incapaz de esperar.

-¿Puedes leer nuestros pensamientos? -preguntó. Contuvo el aliento, hasta que finalmente el roce de las placas que cubrían la roca se moduló formando palabras. Para Vernadsky, no cabía imaginar en ese momento sonido más agradable.

-Sí -dijo la siliconia-. Vacío alrededor. Nada -añadió.

-¿Qué? -preguntó Hawkins. Vernadsky le hizo callar.

-Supongo qué es a causa del viaje que acabamos de hacer por el espacio. Debe de haberle impresionado.

-Los hombres que estaban contigo encontraron uranio, un mineral especial, con radiaciones, energía –le dijo a la siliconia, gritando las palabras como para hacer más claros sus pensamientos.

-Querían comida -dijo el débil y arenoso sonido. ¡Por supuesto! Para la siliconia se trataba de comida. Era una fuente de energía.

-¿Les enseñaste dónde podían conseguirla? -preguntó Vernadsky.

-Sí.

-Casi no lo oigo -dijo Hawkins.

-Hay algo que no va bien -dijo Vernadsky preocupado-. ¿Te encuentras bien? -gritó de nuevo.

-No bien. Aire se fue de pronto. Algo mal dentro.

-La descompresión repentina debe haberla dañado -murmuró Vernadsky-. ¡Oh, Dios!… Escucha, tú sabes lo que quiero. ¿Dónde está tu casa? ¿El lugar de la comida?

Los dos hombres guardaron silencio, esperando.

Las orejas de la siliconia se levantaron lentamente, muy lentamente, temblaron y cayeron de nuevo.

-Allí -dijo-. Por allí.

-¿Dónde? -gritó Vernadsky. -Allí.

-Está haciendo algo. Está señalando hacia algún sitio -dijo Hawkins.

-Seguro, sólo que no sabemos en qué dirección.

-Bueno, ¿qué esperas que haga? ¿Dar las coordenadas?

-¿Por qué no? -replicó Vernadsky con viveza.

Se volvió de nuevo hacia la siliconia que yacía acurrucada en el suelo. Ahora no se movía, y su aspecto exterior presentaba una torpeza que parecía un mal presagio.

-El capitán sabia dónde estaba tu comida. Tenía unos números para localizarla, ¿verdad? -dijo Vernadsky. Pidió al cielo que la siliconia le entendiera, que leyera sus pensamientos y no se limitara solamente a escuchar sus palabras.

-Sí -dijo la siliconia con una suspirante fricción de roca.

-Tres grupos de números -dijo Vernadsky. Tenían que ser tres. Tres coordenadas en el espacio con sus fechas, que daban tres posiciones del asteroide en su órbita alrededor del Sol. Con estos datos se podía calcular la órbita completa y determinar su posición en cualquier momento. Incluso podían determinarse, sobre poco más o menos, las perturbaciones planetarias.

-Sí -dijo la siliconia, aún más bajo.

-¿Cuáles eran? ¿Cuáles eran los números? Escríbelos, Hawkins. Coge un papel.

-No lo sé. Números no importantes. La comida allí -dijo la siliconia.

-La cosa está bastante clara. No necesitaba las coordenadas, así que no les prestó atención.

-Pronto no… -una larga pausa, y luego, lentamente, como si probara una palabra nueva, poco familiar, añadió-: …viva. Pronto -una pausa aún mayor- …muerta. ¿Después de la muerte, qué?

-Espera -imploró Vernadsky-. Dime, ¿escribió el capitán esos números en algún sitio?

La siliconia no contestó durante un largo rato, y luego, mientras los dos hombres se inclinaban de tal modo que sus cabezas casi rozaban la piedra agonizante, dijo:

-¿Después de la muerte, qué?

-Dame una respuesta. Sólo una. El capitán debe haber escrito los números. ¿Dónde? ¿Dónde?

-Sobre el asteroide -susurró la siliconia. Y dejó de hablar para siempre.

La roca estaba muerta; tan muerta como la roca que le dio el ser; tan muerta como las paredes de la nave; tan muerta como un ser humano muerto.

Vernadsky y Hawkins se pusieron en pie y se miraron desesperanzados.

-No tiene sentido -dijo Hawkins-. ¿Por qué iba a escribir las coordenadas en el asteroide? Es como guardar la llave en el estuche que ha de abrir.

Vernadsky movió la cabeza.

-Una fortuna en uranio -dijo-. El mayor. filón de la historia, y no sabemos dónde está.

H. Seton Davenport miró a su alrededor con una extraña sensación de placer. Aun relajado, su arrugado rostro de pronunciada nariz mostraba habitualmente cierta expresión de dureza. La cicatriz de su mejilla derecha, su pelo negro, sus cejas asombradas y el color moreno de su piel, todo contribuía hasta en el menor detalle a darle el aspecto de incorruptible agente de la Oficina Terrestre de Investigación, como así era.

Sin embargo, una especie de sonrisa asomó a sus labios mientras contemplaba la gran habitación, en donde la penumbra hacía parecer infinitas las filas de libro-films, y daba un relieve misterioso a unos ejemplares de no-se-sabe-qué procedentes de Dios-sabe-dónde. El desorden total, el aire de separación y casi aislamiento del mundo, daban un aspecto irreal a la habitación. La hacían parecer tan irreal como su propietario.

Dicho propietario estaba sentado en una combinación de sillón y mesa, bañado por la luz brillante de la única lámpara que había en la habitación. Pasaba lentamente las páginas de unos informes oficiales que tenía entre manos. Aparte de esto, su mano sólo se movía para ajustarse las gruesas gafas que a cada momento amenazaban con caérsele del todo de su nariz roma y completamente aplastada. Su voluminosa barriga subía y bajaba sosegadamente mientras leía.

Era el doctor Urth, el más afamado extraterrólogo de la Tierra, si el juicio de los expertos tenía algún valor. Los hombres acudían a él para consultarle toda clase de cuestiones ajenas a la Tierra, aun cuando el doctor Urth, desde que entrara en edad adulta, jamás se había alejado más allá de la hora de camino que había de su casa al campus de la Universidad.

Alzó la vista solemnemente hacia el inspector Davenport.

-Es muy inteligente ese joven Vernadsky -dijo.

-Al deducir todo eso de la siliconia, ¿no? Desde luego -dijo Davenport.

-No, no. Deducir eso era cosa sencilla. De hecho era inevitable. Cualquier necio lo habría visto. Yo me refiero-y su mirada se hizo un tanto severa- al hecho de que el jovenzuelo haya leído mis trabajos sobre la sensibilidad de la Siliconeus asteroidea a los rayos gamma.

-¡Ah, sí! -exclamó Davenport. Naturalmente, el doctor Urth era un experto en siliconias. Por eso había venido Davenport a consultarle. Sólo tenía una pregunta que hacer a este hombre; una pregunta sencilla. Sin embargo, el doctor Urth había sacado hacia fuera sus gruesos labios, había movido la cabeza gravemente y había pedido ver todos los documentos del caso.

Normalmente habría sido imposible tal cosa, pero el doctor Urth había prestado. recientemente un gran servicio al T. B. I. en el caso de las Campanas Armoniosas de la Luna, echando abajo la original falta de coartada por la gravedad lunar, así que el inspector había accedido.

El doctor Urth terminó de leerlos, dejó los papeles sobre la mesa; dio un tirón al faldón de su camisa al tiempo que soltaba un gruñido, sacándoselo del apretado encierro de su cinturón, y se limpió las gafas con él. Miró los cristales al trasluz para ver si habían quedado limpios, volvió a colocarse las gafas precariamente sobre su nariz, y cruzó las manos sobre el vientre entrelazando sus dedos gordezuelos.

-¿Quiere repetirme la pregunta, inspector? Davenport repitió pacientemente:

-¿Es cierto, en su opinión, que una siliconia del tamaño y tipo descritos por el informe sólo podría desarrollarse en un mundo rico en uranio?

-En material radiactivo -interrumpió el doctor Urth-. Torio quizá, o tal vez uranio.

-Entonces, ¿su respuesta es sí?

-Sí.

-¿Qué tamaño tendría ese mundo?

-Una milla de diámetro, tal vez -dijo el extraterrólogo pensativo-. Puede que más.

-¿Y cuántas toneladas de uranio, o, mejor dicho, de material radiactivo?

-Cuestión de trillones. Como mínimo.

-¿Sería tan amable de hacer constar todo eso por escrito y avalarlo con su firma?

-Por supuesto.

-Muy bien, doctor -Urth Davenport se puso de pie, cogió su sombrero con una mano y el legajo de informes con la otra-. Eso es todo lo que necesitamos.

Pero la mano del doctor Urth se movió hacia los informes y la dejó descansar sobre ellos.

-Espere. ¿Cómo va a encontrar el asteroide?

-Buscándolo. Designaremos un sector de espacio a cada una de las naves de que dispongamos y… a buscar.

-¡Cuánto gasto, tiempo y esfuerzos! Y nunca lo encontrarán.

-Es una probabilidad entre mil. Puede que sí.

-Una entre un millón. No lo encontrarán.

-No podemos renunciar al uranio sin hacer algún intento. Su opinión profesional ya pone bastante alto su valor.

-Pero hay un modo mejor de encontrar el asteroide. Yo puedo encontrarlo.

Davenport dirigió al extraterrólogo una repentina y aguda mirada. A pesar de las apariencias, el doctor Urth no era ningún tonto. Tenía experiencia personal al respecto. Por eso había un asomo de esperanza en su voz cuando le preguntó:

-¿Cómo puede encontrarlo?

-Primero, mi recompensa -dijo el doctor Urth.

-¿Recompensa?

-O mis honorarios, si así lo prefiere. Cuando el Gobierno llegue al asteroide, puede que haya allí otra siliconia de gran tamaño. Las siliconias son muy valiosas. Es la única forma de vida que tienen los tejidos de siliconia sólida y el fluido circulatorio de siliconia líquida. Puede que esté en ellas la respuesta a la cuestión de si los asteroides no fueron en un principio sino partes de un único cuerpo planetario. Y de otros muchos problemas… ¿Me comprende?

-¿Quiere decir que desea que se le entregue una siliconia de gran tamaño?

-Viva y en buen estado. Y libre de gastos. Sí.

-Estoy seguro de que el Gobierno aceptará. Ahora, ¿qué es lo que piensa?

El doctor Urth dijo suavemente, como si eso lo explicara todo:

-La frase de la siliconia.

-¿Qué frase? -Davenport parecía desconcertado.

-La que aparece en el informe. La que dijo la siliconia momentos antes de morir. Vernadsky le estaba preguntando si el capitán había escrito las coordenadas y ella contestó: «Sobre el asteroide».

Una expresión de intensa desilusión cruzó el rostro de Davenport.

-¡Gran espacio! Doctor, eso ya lo sabemos, y lo hemos considerado bajo todos sus ángulos. Bajo todos los ángulos posibles. No significa nada.

-¿Nada en absoluto, inspector?

-Nada que valga la pena. Lea el informe de nuevo. La siliconia no estaba ni siquiera escuchando a Vernadsky. Sentía cómo se le acababa la vida y se preguntaba sobre ello. Preguntó por dos veces: «¿Después de la muerte, qué?» Luego, al seguirle preguntando Vernadsky, contestó: «Sobre el asteroide». Probablemente, ni siquiera oyó la pregunta de Vernadsky. Estaba contestando a su propia interrogante. Seguramente pensaba que después de la muerte volvería a su propio asteroide; a su casa, donde estaría de nuevo a salvo. Eso es todo.

El doctor Urth negó con la cabeza.

-Es usted demasiado poeta. Imagina demasiado. El problema es interesante, veamos si es usted capaz de resolverlo por sí solo. Supongamos que la frase de la siliconia fuera una respuesta a Vernadsky.

-Aunque así fuese -dijo Davenport impaciente-, ¿de qué nos serviría? ¿En qué asteroide? ¿En el asteroide de uranio? No lo podemos encontrar, así que no podemos encontrar las coordenadas. ¿En algún otro asteroide que el Robert Q. empleara como base? No lo podemos encontrar tampoco.

-Cómo se aparta de lo evidente, inspector. ¿Por qué no se pregunta qué significaba la frase «sobre el asteroide» para la siliconia. No para usted ni para mí, sino para la siliconia.

-¿Cómo dice, doctor? -preguntó Davenport, frunciendo el entrecejo.

-Está bien claro lo que digo. ¿Qué significaba la palabra asteroide para la siliconia?

-La siliconia aprendió lo relativo al espacio en un texto de Astronomía que le leyeron. Supongo que el libro explicaba lo que era un asteroide.

-Exactamente -replicó entusiasmado el doctor Urth, pasándose un dedo por un lado de la nariz-. ¿Y cuál sería esa definición? Un asteroide es un cuerpo pequeño, más pequeño que los planetas, que se mueve alrededor del Sol en una órbita que, por lo general, se encuentra entre las de Marte y Júpiter. ¿No estaría usted de acuerdo?

-Supongo que sí.

-¿Y qué es el Robert Q.?

-¿Quiere usted decir la nave?

-Así es como usted la llama -dijo el doctor Urth-. La nave. Pero el libro de Astronomía era antiguo. No hablaba de naves espaciales. Uno de los tripulantes lo dijo. Explicó que databa de antes de los vuelos espaciales. Entonces, ¿qué es el Robert Q.? ¿No es un cuerpo pequeño, más pequeño que los planetas? Y mientras la siliconia estuvo a bordo, ¿no se movía alrededor del Sol en una órbita que, por lo general, se encontraba entre las de Marte y Júpiter?

-¿Quiere decir que la siliconia consideraba a la nave como un asteroide cualquiera y que, cuando dijo «sobre el asteroide», quería decir «sobre la nave»?

-Exactamente. Le dije que le haría resolver el problema por sí solo.

Ninguna expresión de alegría o de alivio vino a iluminar el ensombrecido rostro del inspector.

-Eso no es solución, doctor.

Pero el doctor Urth le hizo un lento guiño y la blanda expresión de su rostro redondo se hizo, si cabe, más dulce y aniñada por el sencillo placer que sentía.

-Claro que sí.

-En absoluto, doctor Urth; no lo hemos mirado como lo mira usted. Descartamos completamente la frase de la siliconia. Pero aun así, ¿cree usted que dejamos de registrar el Robert Q.? Lo desmontamos pieza por pieza, chapa por chapa. Incluso le quitamos las soldaduras.

-¿Y no encontraron nada?

-Nada.

-Tal vez no miraron donde debían.

-Miramos por todas partes -se levantó como para marcharse-. ¿Comprende, doctor Urth? Cuando acabamos de registrar la nave, no existía posibilidad de que esas coordenadas hubieran quedado en parte alguna.

-Siéntese, inspector -dijo el doctor Urth con calma-. Sigue usted sin considerar adecuadamente la afirmación de la siliconia. Ella aprendió a hablar cogiendo una palabra de aquí y otra de allá. No podía hablar la lengua idiomáticamente. Algunas de sus frases, tal como están registradas, lo demuestran. Por ejemplo, dijo: «El planeta que está más lejos»; en vez de: «El planeta más lejano». ¿Comprende?

-¿Y bien?

-Pues que el que no puede hablar una lengua idiomáticamente, o bien emplea las construcciones de su propio idioma traducidas palabra por palabra, o bien utiliza simplemente las palabras extranjeras de acuerdo con su significado literal. La siliconia no poseía un lenguaje hablado propio; por tanto, tenía que elegir la segunda alternativa. Así que seamos literales nosotros también. Dijo «sobre el asteroide», inspector. Sobre el. No dijo sobre un trozo de papel, quiso decir sobre la nave literalmente.

-Doctor Urth -dijo Davenport con tristeza-, cuando la policía investiga, lo hace de verdad. Tampoco había misteriosas inscripciones sobre la nave.

El doctor Urth pareció desilusionado.

-Por Dios, inspector. Sigo esperando que vea usted la respuesta. La verdad es que tiene datos de sobra.

Davenport aspiró el aire suave y firmemente. Le costó trabajo, pero su voz resultó tranquila y entera una vez más.

-¿Quiere decirme lo que está pensando, doctor?

El doctor Urth se dio una palmadita en su mullido abdomen y volvió a colocarse las gafas.

-¿No ve usted, inspector, que hay un sitio, a bordo de una nave espacial, donde los números secretos están perfectamente a salvo; donde a pesar de estar a la vista, no pueden ser descubiertos; donde, aunque los vieran un centenar de ojos, estarían seguros? Excepto para alguien que piense con astucia, por supuesto.

-¿Dónde? ¡Diga el sitio!

-Pues, en esos lugares donde ya existían números anteriormente. Números perfectamente normales. Números legales. Números que se espera que estén allí.

-¿De qué está hablando?

-De los números de serie de la nave, grabados directamente sobre el casco. Sobre el casco, fíjese bien. El número del motor, el número del generador y unos cuantos más. Todos ellos grabados sobre porciones integrantes de la nave. Sobre la nave, como dijo la siliconia. Sobre la nave.

Las cejas espesas de Davenport se alzaron súbitamente al comprender.

-Puede que tenga usted razón; y si es así, espero encontrarle una siliconia el doble de grande que la del Robert Q. ¡Una que no sólo hable, sino que además silbe el «¡Arriba, Siempre, Asteroides!» -cogió el expediente, pasó rápidamente las hojas y entresacó un formulario oficial del T.B.I.-. Naturalmente, anotamos todos los números de identificación que encontramos -extendió el formulario-. Si tres de ellos se parecen a coordenadas…

-Es de esperar que hayan hecho algún esfuerzo por disfrazarlas -observó el doctor Urth-. Probablemente habrán añadido algunas letras y números para hacer que las series parezcan legítimas.

Cogió un cuadernillo de apuntes y le tendió otro al inspector. Durante varios minutos permanecieron los dos hombres en silencio, anotando números de serie; probando a cruzar números evidentemente desconectados.

Por último, Davenport dejó escapar un suspiro, mezcla de satisfacción y de frustración.

-Estoy hecho un lío -admitió- Creo que tiene usted razón; los números del motor y del calculador son claramente coordenadas y fechas, disfrazadas. No se parecen en nada a una serié normal, y es fácil eliminar los números falsos. Con eso tenemos dos, pero juraría que los demás son números de orden absolutamente legítimos. ¿Qué ha encontrado usted, doctor?

-Estoy de acuerdo -asintió el doctor Urth-. Ahora tenemos dos coordenadas y sabemos dónde estaba inscrita la tercera.

-¿Lo sabemos, de veras? ¿Y cómo?… -el inspector se interrumpió y lanzó una aguda exclamación-. ¡Naturalmente! El número de la nave misma, que no viene aquí porque ocupaba precisamente el punto del casco que perforó el meteoro. Me temo que se queda sin su siliconia, doctor -luego su rostro irregular se iluminó-. ¡Qué idiota soy! El número ha desaparecido, pero nos lo pueden dar en un instante en el Registro Interplanetario.

-Me temo -contestó el doctor Urth- que no estoy de acuerdo, al menos en lo segundo que ha dicho. En el Registro sólo estará el número legítimo y original de la nave, no la coordenada disfrazada en que debió transformarlo el capitán.

-El punto exacto del casco -murmuró Davenport-. Y, debido a la casualidad de ese golpe, puede que se haya perdido el asteroide para siempre. ¿De qué le sirven a nadie dos coordenadas sin la tercera?

-Bueno -dijo al punto el doctor Urth-, es de suponer que serían de gran utilidad para un ser de dos dimensiones. Pero las criaturas de nuestras dimensiones -dijo, dándose palmaditas en la barriga- sí que necesitamos la tercera, y afortunadamente la tengo aquí.

-¿En el expediente del T.B.I? Pero si acabamos de comprobar la lista de números…

-Su lista, inspector. Pero el documento incluye también el informe original del joven Vernadsky. Y como es natural, el número de serie que él anotó como perteneciente al Robert Q. es el número cuidadosamente disfrazado bajo el que viajaban entonces… no era cuestión de despertar la curiosidad de un mecánico diciéndole que anotara un número distinto del que llevaba la nave.

Davenport cogió el cuadernillo de apuntes y la lista de Vernadsky. Calculó durante un momento, y sonrió. El doctor Urth se levantó de la silla dando un resoplido de satisfacción y trotó hacia la puerta.

-Es siempre un placer el verle, inspector Davenport. Vuelva por aquí. Y recuerde que el Gobierno puede quedarse con el uranio, pero yo quiero lo importante: una siliconia gigante, viva y en buen estado.

Sonrió.

-Y si es posible que sepa silbar -dijo Davenport. Y eso iba haciendo él mientras regresaba.


EPILOGO

Naturalmente, el escribir un relato policíaco tiene sus escollos. A veces está uno tan predispuesto a concentrarse en el problema mismo, que pierde de vista factores periféricos de importancia.

Después de publicarse este relato, recibí numerosas cartas, en las que los lectores me expresaban su interés por la siliconia, reprochándome en algunos casos que la hubiera dejado morir tan a sangre fría.

Después de releer ahora el relato, debo admitir que los lectores tienen razón. Mostré esa falta de sensibilidad ante la muerte patética de la siliconia porque me estaba concentrando en sus misteriosas palabras finales. Si tuviera que escribirlo de nuevo, reconozco que sería más cariñoso con la pobre criatura.

Pido disculpas.

Esto demuestra que ni siquiera los escritores experimentados hacen siempre la «obra bien hecha», y se les puede pasar por alto cosas de bulto que tienen justo delante de las narices.