La Campana Armoniosa

Louis Peyton no discutía jamás en público los métodos con los cuales había burlado a la policía de la Tierra en una docena de duelos de ingenio y alarde, con la amenaza de la psicoprueba siempre aguardando, pero siempre frustrada. Desde luego habría sido una tontería, pero en sus momentos de mayor satisfacción, le venían ganas de dejar un testamento para abrir después de su muerte, en el que se viera bien claro que sus continuos éxitos se debían a su habilidad y no a la suerte.

En ese testamento diría: «No se puede trazar un plan para encubrir un crimen sin que aparezca en él huella de su creador. Así que es preferible buscar en los acontecimientos algún plan ya existente y ajustar entonces a él tus propias acciones».

Con ese principio en la cabeza fue como Peyton planeó el asesinato de Albert Cornwell.

Cornwell, un tipo que negociaba con cosas robadas, se acercó a Peyton, el cual se hallaba en su acostumbrada mesa individual del Grinnell. Tenía un brillo especial el traje azul de Cornwell, una mueca especial su arrugado rostro, y estaban especialmente erizados los pelos de su bigote ordinariamente lacio.

-Señor Peyton -dijo saludando a su futuro asesino sin el menor presentimiento-, cuánto me alegro de verle. Casi había perdido las esperanzas, señor; casi las había perdido.

Peyton, a quien le molestaba que le interrumpieran mientras leía el periódico y tomaba el postre en el Grinnell, dijo:

-Si tiene algún asunto que tratar conmigo, Cornwell, sabe dónde puede encontrarme.

Peyton pasaba de los cuarenta, y su pelo había dejado atrás su original negrura, pero su espalda se mantenía tiesa, conservaba su aspecto joven, tenia los ojos oscuros y una voz de lo más cortante debido a su larga experiencia.

-Es que esto es muy especial, señor Peyton -dijo Cornwell-. Muy especial. Se trata de un escondrijo, señor; un escondrijo de… ya sabe, señor.

Y movió el dedo índice de su mano derecha como si fuera un badajo que golpeara algo invisible, y con la izquierda ahuecó momentáneamente el oído.

Peyton volvió una hoja del periódico, algo húmedo todavía del tele-distribuidor, lo dobló y preguntó: -¿Campanas armoniosas?

-¡Chist, señor! -susurró Cornwell alarmado.

-Venga conmigo -dijo Peyton.

Atravesaron el parque. Otro principio de Peyton era que, para confidencias, no había nada como una conversación en voz baja al aire libre.

-Un escondrijo de Campanas Armoniosas; un escondrijo repleto de Campanas. Toscas, pero hermosas, señor Peyton -susurró Cornwell.

-¿Las ha visto?

-No, señor, pero he hablado con uno que sí las ha visto. Me dio suficientes pruebas para convencerme. Allí hay de sobra para que usted y yo podamos retirarnos en la opulencia. En la más completa opulencia, señor.

-¿Quién era ese otro hombre?

Una expresión de astucia cruzó el semblante de Cornwell como el humo de una antorcha, y más que animarlo lo ensombreció, confiriéndole una repulsiva untuosidad.

-El hombre era un excavador lunar que tenía un método para localizar Campanas en las laderas de los cráteres. No conozco su método; nunca me lo llegó a decir. Pero ha recogido docenas de Campanas, las ha ocultado en la Luna y ha venido a la Tierra para ver la manera de darles salida.

-Ha muerto, ¿no?

-Sí. Fue un accidente de lo más horrible, señor Peyton. Se despeñó. Fue una verdadera pena. Por supuesto, sus actividades en la Luna eran totalmente ilegales. El Dominio es muy severo con eso de la extracción no autorizada de Campanas. Así que tal vez haya sido un castigo, después de todo… En cualquier caso, yo tengo su mapa.

-No me interesan los detalles de su pequeño negocio. Lo que quiero es saber por qué ha acudido a mí -dijo Peyton con una expresión de tranquila indiferencia en el rostro.

-Bueno, hay bastantes para los dos, señor Peyton, y los dos podemos ayudarnos. Por mi parte, sé dónde se encuentra el escondrijo y puedo conseguir una nave espacial. Usted…

-¿Sí?

-Usted puede pilotar la nave y tiene excelentes relaciones para dar salida a las Campanas. Es una división muy justa del trabajo, señor Peyton. ¿No le parece?

Peyton consideró su norma de vida -norma que ya existía- y el asunto parecía encajar.

-Saldremos para la Luna el 10 de agosto -dijo.

-¡Señor Peyton! Si todavía estamos en abril -exclamó Cornwell deteniéndose en su paseo.

Peyton siguió caminando con paso invariable y Cornwell tuvo que correr para alcanzarle.

-¿Me oye usted, señor Peyton?

-El 10 de agosto. Yo me pondré en contacto con usted a su debido tiempo y le diré adónde ha de llevar su nave. No intente verse conmigo personalmente hasta entonces. Adiós, Cornwell.

-¿Mitad y mitad? -preguntó Cornwell.

-De acuerdo -contestó Peyton-. Adiós.

Peyton prosiguió solo su paseo y consideró una vez más su plan de vida. A la edad de veintisiete años había comprado un trozo de terreno en las Rocosas, en el que algún antiguo propietario había construido una casa destinada a servir de refugio contra la amenaza de las guerras atómicas de dos siglos atrás, aunque en definitiva nunca llegaran a estallar. La casa había quedado, sin embargo, como el testimonio de un aterrado esfuerzo por autobastarse.

Era de acero y hormigón y estaba situada en el más apartado lugar que podía encontrarse en la Tierra, muy por encima del nivel del mar y protegida por todas partes con las crestas aún más elevadas de las montañas. Tenía su grupo electrógeno, su aprovisionamiento de agua de los arroyos de las montañas, sus cámaras frigoríficas en donde cabían perfectamente diez mitades de buey, su bodega equipada como una fortaleza y un arsenal de armas dispuestas para detener las hordas hambrientas y aterrorizadas que nunca vinieron. Y tenía su acondicionador que podía filtrar el aire una y otra vez hasta- limpiarlo de todo, excepto (¡ah, la fragilidad humana!) de radiactividad.

En aquella casa de supervivencia, Peyton pasaba el mes de agosto de cada año de su vida de soltero impenitente. Desconectaba los comunicadores, la televisión y el tele-distribuidor de periódicos. Instalaba una barrera de campo de fuerza alrededor de su propiedad y conectaba un mecanismo que advertía si alguien se aproximaba a la casa, en el punto donde la barrera cruzaba el único camino que serpeaba a través de las montañas.

Durante un mes al año, podía estar completamente solo. Nadie le veía, nadie podía llegar hasta él. En completa soledad, podía gozar de las únicas vacaciones que tanto estimaba después de once meses de convivir con una humanidad por la que no sentía más que un frío desprecio.

Incluso la policía -aquí Peyton sonrió- conocía su riguroso respeto por el mes de agosto. Una vez había renunciado a la fianza y se había sometido a la psicoprueba antes que renunciar a su mes de agosto.

A Peyton se le ocurrió otro aforismo que podía incluir también en su testamento: «No hay nada que dé tanta impresión de inocencia como una triunfante falta de coartada.»

El 30 de julio, como el 30 de julio de todos los años, Louis Peyton tomó en Nueva York el estrato-reactor de no-gravedad de las 9,15 y llegó a Denver a las 12,30. Allí almorzó y tomó el autobús semigrave de la 1,45 hasta Hump’s Point, desde donde Sam Leibman le subió en su viejo coche terrestre -¡de gravedad completa!- hasta los linderos de su propiedad. Sam Leibman aceptó muy serio la propina de diez dólares que siempre le daba y se tocó el sombrero como venía haciendo cada 30 de julio desde hacía quince años.

El 31 de julio, como todos los treinta y uno de julio, Louis Peyton volvió a Hump’s Point en su aerodeslizador de no-gravedad y encargó en el almacén general de Hump’s Point las provisiones necesarias para pasar el mes. No tenía nada de particular aquel encargo. Prácticamente no era más que una repetición de otros muchos encargos anteriores.

MacIntyre, el encargado del almacén, repasó gravemente la lista, la transmitió al Almacén Central del Mountain District de Denver, y al cabo de una hora llegó el pedido mediante el rayo transportador de las masas. Peyton cargó las provisiones en su aerodeslizador con la ayuda de MacIntyre, dejó su habitual propina de diez dólares y regresó a casa.

El 1 de agosto, a las 12,01 de la noche, puso al máximo el campo de fuerza que cercaba su propiedad, y Peyton quedó aislado.

Y entonces cambió de plan. Deliberadamente se tomó ocho días de tiempo. Entretanto, fue destruyendo lenta y meticulosamente las provisiones que había adquirido para el mes de agosto. Empleó las cámaras pulverizadoras que servían para deshacerse de la basura de la casa. Eran unas cámaras de modelo avanzado, capaces de reducir todas las materias, hasta los metales y los silícatos, a un polvillo molecular impalpable y casi invisible. El exceso de energía que produjo el proceso fue arrastrado por el riachuelo de la montaña que atravesaba su propiedad. Durante una semana, el agua estuvo corriendo unos cinco grados más caliente de lo normal.

El 9 de agosto, su aerodeslizador le llevó a un lugar de Wyoming, donde le aguardaban Cornwell y una nave espacial. La nave en sí representaba una cuestión delicada, por supuesto, ya que había unos hombres que la habían vendido, unos hombres que la habían transportado y habían ayudado a prepararla para el vuelo. Sin embargó, todos esos hombres no podían conducir más que a Cornwell; y Cornwell, pensó Peyton con un asomo de sonrisa en sus labios fríos, sería un punto muerto.

El 10 de agosto, la nave espacial, con Peyton a los mandos y Cornwell -con su mapa- como pasajero, abandonó la superficie de la Tierra. Su campo de nogravedad era excelente. A pleno rendimiento, el peso de la nave quedaba reducido a menos de una onza. Las micropilas suministraban energía silenciosa y eficientemente; y sin llamas ni ruidos, la nave traspasó la atmósfera, se convirtió en un puntito, y desapareció.

Era muy poco probable que el vuelo tuviera testigos, o que en estos tiempos de paz idílica y sosegada hubiese un radar vigilando como en los días de antaño. A decir verdad, no había ninguno.

Dos días en el espacio; después, dos semanas en la Luna. Casi instintivamente, Peyton había contado con esas dos semanas desde un principio. No se hacía ilusiones respecto al valor de los mapas caseros, trazados por manos inexpertas. Podían servirle al que -los había hecho, que contaba con la ayuda de la memoria. Para un extraño, podían no ser más que un criptograma.

Cornwell le enseñó a Peyton el mapa por primera vez sólo después de haber despegado.

-Al fin y cabo, señor, este es mi único triunfo -dijo sonriendo obsequiosamente.

-¿Lo ha confrontado con los mapas lunares?

-Me sería muy difícil hacerlo, señor Peyton. Confío en usted.

Peyton le miró fríamente al devolverle el mapa. Lo único cierto que tenía anotado era el Cráter Tycho, donde se hallaba situada la subterránea Ciudad Lunar.

En cierto modo, al menos, tenían la astronomía de parte de ellos. Tycho estaba en la parte iluminada de la Luna en ese momento. Lo cual significaba que era poco probable tropezarse con las naves de patrulla, y menos aún que fueran vistos.

Peyton hizo descender la nave mediante un aterrizaje de no-gravedad, con arriesgada rapidez, en las oscuridad protectora y fría de la sombra interna del cráter. El sol había rebasado ya su cenit y la sombra no disminuiría. Cornwell. puso cara larga.

-¡Por Dios, por Dios, señor Peyton! No podemos ponernos a explorar a plena luz solar.

-El día lunar no dura eternamente -dijo Peyton con presteza-. Quedan unas cien horas de sol. Podemos emplear ese tiempo para aclimatarnos y estudiar el mapa.

La respuesta fue rápida, pero en plural. Peyton estudió las cartas lunares una y otra vez, tomando meticulosas medidas y tratando de encontrar la serie de cráteres consignados en aquel galimatías casero que era la clave de… ¿de qué?

-El cráter que buscamos puede ser cualquiera de estos tres: el GC-3, el GC-5 o el MT-10 -dijo Peyton finalmente.

-¿Qué vamos a hacer, señor Peyton? -preguntó Cornwell con ansiedad.

-Los exploraremos todos -dijo Peyton-, empezando por el más cercano.

Pasó el límite de la fase iluminada y se encontraron en la oscuridad de la noche. Después de eso, fueron saliendo a períodos cada vez más largos a la superficie lunar para acostumbrarse al eterno silencio y negrura, a los toscos puntos de las estrellas y a la raja luminosa que era la Tierra asomando en el borde del cráter, por encima de ellos. Dejaban unas huellas profundas e informes en el polvo reseco que no se movía ni levantaba polvareda. Peyton se dio cuenta de ello por primera vez cuando salieron del cráter a plena luz de la Tierra gibosa. Eso fue al octavo día de su llegada a la Luna.

El frío lunar limitaba el tiempo que podían permanecer fuera de la nave en sus salidas. Sin embargo, cada día lograban estar más tiempo. A los once días de llegar, ya tenían descartado el CG-3 como posible depósito de las Campanas Armoniosas.

A los quince días, el frío espíritu de Peyton ardía de desesperación. Tenía que ser el CG-3. El MT-10 estaba demasiado lejos. No tendrían tiempo para llegar a él, explorarlo y poder volver a la Tierra para el 31 de agosto.

Sin embargo, en ese mismo decimoquinto día se le disipó definitivamente la desesperación, cuando descubrieron las Campanas.

No eran bonitas. Eran simples pedruscos de roca gris, del tamaño del doble de un puño, huecas en su interior y ligeras como una pluma bajo la gravedad lunar. Había unas dos docenas y, después de pulirlas convenientemente, podrían venderse por lo menos a cien mil dólares cada una.

Con todo cuidado, llevaron las Campanas a la nave transportándolas en el hueco de las manos; las metieron en una caja de serrín y volvieron a por más. Hicieron tres viajes que, de ser en la Tierra, les habrían dejado rendidos de cansancio; pero bajo la insignificante gravedad de la Luna, apenas llegaron a notarlo.

Cornwell le tendió las últimas Campanas a Peyton, y éste las colocó cuidadosamente junto a la entrada de la escotilla.

-Quítelas, señor Peyton -dijo; a través del transmisor, su voz sonaba ásperamente en los oídos del otro-. Voy a subir.

Se agachó para dar el gran salto lento por la gravedad lunar, miró hacia arriba, y se quedó helado de terror. Su rostro, claramente visible a través de la dura lusilita del casco, se heló en una última mueca de terror.

-¡No, señor Peyton! ¡No!…

El dedo de Peyton oprimió el gatillo de la pistola espacial que sostenía. Disparó. Se produjo un fucilazo de insoportable resplandor, y Cornwell se convirtió en el residuo inerte de un hombre, tendido entre los restos de un traje espacial salpicado de sangre congelada.

Peyton se detuvo a contemplar sombríamente al hombre muerto, pero sólo un segundo. Luego trasladó las últimas Campanas a las cajas que tenía preparadas; se quitó el traje, puso primero en funcionamiento el campo de no-gravedad, conectó luego las micropilas y, considerándose en potencia uno o dos millones más rico que dos semanas antes, emprendió el viaje de regreso a la Tierra.

El 29 de agosto, la nave de Peyton descendía sigilosamente, con la popa baja, en el lugar de Wyoming de donde había partido el 10 de agosto. El cuidado con que Peyton había escogido el lugar no había sido inútil. Su aerodeslizador estaba aún allí, oculto al abrigo de una profunda hendidura del paisaje rocoso y accidentado.

Cargó otra vez con las Campanas metidas en sus cajas, y las llevó a la más profunda de las grietas, cubriéndolas con una ligera capa de tierra. Volvió de nuevo a la nave para disponer los mandos y hacer los últimos ajustes. Salió de nuevo y, dos minutos después, los controles automáticos se hicieron cargo de la nave.

Veloz y silenciosa, la nave salió disparada hacia arriba, más y más, virando algo hacia el Oeste por efecto de la rotación de la Tierra. Peyton la siguió con la mirada, haciéndose sombra con la mano sobre sus ojos estrechos, y cuando estaba ya a punto de perderla de vista, se produjo un diminuto resplandor seguido de una nubecilla contra el azul del cielo.

La boca de Peyton se crispó en una sonrisa. Había calculado bien. Al retirar las barras de cadmio que hacían de tope, las micropilas habían rebasado el nivel de seguridad del suministro de energía, y la nave se había desintegrado por el calor de la explosión que a continuación tuvo lugar.

Veinte minutos después, se encontraba de nuevo en su propiedad. Se sentía cansado y le dolían los músculos bajo la gravedad de la Tierra. Durmió bien.

Doce horas más tarde, de madrugada aún, llegó la policía.

El hombre que abrió la puerta se cruzó de manos sobre su barriga y agachó su sonriente cabeza dos o tres veces a modo de saludo. El que entró, H. Seton Davenport, del Departamento Terrestre de Investigación, miró incómodo en torno suyo.

La estancia a la que había entrado era espaciosa y estaba sumida en la semioscuridad, salvo el rincón donde brillaba una lámpara de trabajo enfocada sobre una combinación de butaca y escritorio. Las paredes estaban cubiertas de filas de libro-films. Unos mapas galácticos desplegados ocupaban un ángulo de la habitación, y en otro brillaba levemente una Lente Galáctica sobre un estante.

-¿Es usted el doctor Wendell Urth? -preguntó Davenport en un tono que parecía dar a entender cierta incredulidad.

Davenport era un hombre fornido, de pelo negro, nariz fina y prominente, y con una cicatriz estrellada en una mejilla que marcaba para siempre el lugar donde le había golpeado un neurolátigo, desde escasa distancia.

-Yo soy -contestó el doctor Urth con una débil voz de tenor-. Y usted es el inspector Davenport.

-En la Universidad me han recomendado que recurriera a usted como extraterrólogo -dijo el inspector al mismo tiempo que presentaba sus credenciales.

-Eso me ha dicho usted hace media hora por teléfono -dijo Urth cortésmente.

Sus rasgos eran toscos, tenía una nariz que parecía un higo aplastado y protegía sus ojos saltones con gruesas gafas.

-Iré derecho al grano, doctor Urth. Supongo que usted habrá visitado la Luna, y…

El doctor Urth, que había sacado una botella de líquido rojizo y dos vasos, un tanto empañados por el, polvo, de detrás de una desordenada pila de libro-films, brusquedad repentina:

-Nunca he visitado la Luna, inspector. ¡Y no pienso hacerlo jamás! Los viajes espaciales son una locura. No creo en ellos. Siéntese, por favor, siéntese -añadió en tono más suave-. Beba algo.

El inspector Davenport obedeció y dijo: -Pero usted es…

-Un extraterrólogo. Sí. Me intereso por otros mundos, pero eso no significa que tenga que ir allí. ¡Santo cielo!, tampoco haría falta que fuese viajero en el tiempo para ser historiador, ¿no? -se sentó, y una vez más se dibujó una amplia sonrisa en su rostro redondo, mientras decía-: Ahora cuénteme el objeto de su visita.

-He venido -dijo el inspector arrugando el ceño para consultarle sobre un caso de asesinato.

-¿Asesinato? ¿Qué tengo yo que ver con asesinatos?

-Este asesinato, doctor Urth, ha ocurrido en la Luna.

-Asombroso.

-Más que asombroso. Es un caso sin precedentes, doctor Urth. En los cincuenta años desde que se estableció el Dominio Lunar, ha habido naves que han estallado y trajes espaciales que sufrieron algún escape. Hombres que han muerto achicharrados en la casa que da al Sol, que se han congelado en el lado oscuro, y que se han asfixiado en ambos sectores. Incluso ha habido quien se ha matado por una caída, lo cual, considerando la gravedad lunar, constituye toda una proeza. Pero en todo ese tiempo, ningún hombre había muerto en la Luna a consecuencia del deliberado acto de violencia de otro hombre… hasta ahora.

-¿Cómo lo han hecho? -preguntó el doctor Urth.

-Con una pistola espacial. Las autoridades llegaron al lugar del crimen en cuestión de una hora gracias a una afortunada serie de circunstancias. Una nave de patrulla observó un resplandor luminoso sobre la superficie lunar. Ya sabe a qué enorme distancia puede percibirse un resplandor en la cara oscura de la Luna. El piloto dio parte a la Ciudad Lunar y aterrizó. En el momento en que estaba dando la vuelta, jura que pudo divisar, a la luz de la Tierra, lo que parecía una nave en el momento de despegar. Al aterrizar, descubrió un cadáver reventado y huellas.

-¿Y supone usted que el resplandor luminoso fue debido a la explosión del disparo? -dijo el doctor Urth.

-Es seguro. El cadáver estaba fresco. Algunas partes interiores del cuerpo no se habían congelado aún. Las huellas pertenecían a dos personas. Después de medirlas cuidadosamente, quedó demostrado que había dos clases de huellas de diámetro algo distinto, lo que indicaba que correspondían a botas espaciales de diferente tamaño. En su mayoría conducían a los cráteres GC-3 y GC-5, un par de…

-Estoy familiarizado con la clave oficial para denominar los cráteres lunares -dijo el doctor Urth amablemente.

-Hum. En cualquier caso, en el GC-3 las huellas conducían a una grieta de la pared del cráter en cuyo interior se encontraron fragmentos de piedra pómez. Sometidos a los rayos X, las estructuras de difracción demostraron que se trataba…

-De Campanas Armoniosas -interrumpió el extraterólogo con gran excitación-. ¡No me diga que su crimen está relacionado con las Campanas Armoniosas!

-¿Y qué si lo está? -preguntó Davenport turbado.

-Yo tengo una. La descubrió una expedición de la Universidad y me la regalaron en agradecimiento por… Pero venga, inspector, se la voy a enseñar.

El doctor Urth se levantó inmediatamente y cruzó la habitación, haciéndole al otro una seña para que le siguiera. Davenport, molesto, le siguió.

Entraron en una segunda habitación, más espaciosa que la primera, más oscura y mucho más desordenada. Davenport se quedó mudo de asombro al ver la cantidad tan heterogénea de cosas que se amontonaban allí sin la menor pretensión de orden.

Apartó un trozo de «vidrio azul» de Marte; luego, una cosa que ciertos románticos tenían por un artefacto de los marcianos, extinguidos hace ya tanto tiempo; un pequeño meteorito, un modelo de una primitiva nave espacial, y una botella sellada sin nada dentro, con una etiqueta garabateada donde ponía: «Atmósfera de Venus».

-He convertido toda mi casa en un museo -dijo el doctor Urth alegremente-. Es una de las ventajas que tiene el estar soltero. Por supuesto, no tengo todo esto muy organizado. Algún día, cuando tenga libre una semana o así…

Durante un momento miró perplejo a su alrededor; luego, acordándose, apartó un gráfico del sistema evolutivo de los invertebrados marinos, que eran las formas de vida más evolucionadas existentes en el planeta Barnard, y dijo:

-Aquí está. Me temo que está agrietada.

La Campana colgaba de un alambre delgado, al cual estaba soldada cuidadosamente. Efectivamente, estaba agrietada. Tenía un estrangulamiento por la mitad, lo que le daba el aspecto de dos pequeños globos aplastados y pegados el uno al otro firme aunque imperfectamente.

A pesar de ello, la habían pulido amorosamente hasta conseguir un brillo apagado de un gris suave, una aterciopelada finura, y estaba marcada por unas ligeras picaduras que los laboratorios, en sus inútiles esfuerzos por producir Campanas artificiales, habían sido incapaces de imitar.

-He hecho innumerables experimentos, antes de encontrarle un badajo decente. Una Campana agrietada es temperamental. Pero el hueso le va bien. Tengo uno aquí -y levantó algo que parecía una especie de gruesa cucharilla hecha de una sustancia gris blancuzca- que me he fabricado yo de un fémur de buey. Escuche.

Con sorprendente delicadeza, sus dedos regordetes manejaron la Campana, buscando el punto más adecuado. La ajustó, sujetándola cuidadosamente. Luego dejó que la campana oscilara libremente, bajó el extremo grueso de la cuchara de hueso y golpeó la Campana con suavidad.

Fue como si un millón de arpas hubieran sonado a una milla de distancia. Aumentó, se debilitó y volvió otra vez. No procedía de ningún punto determinado. Sonaba en el interior de la cabeza, de un modo increíblemente dulce, patético y tembloroso a la vez.

Se fue extinguiendo lentamente, y los dos hombres permanecieron en silencio durante un minuto.

-No está mal, ¿eh? -dijo el doctor Urth, y dándole un golpecito con la mano, dejó que la Campana oscilara en el alambre.

-¡Tenga cuidado! No la rompa -exclamó Davenport inquieto. Era proverbial la fragilidad de una buena Campana Armoniosa.

-Los geólogos dicen que las Campanas no son más que concreciones de piedra pómez endurecidas por la presión, en cuyo interior queda un vacío donde repiquetean y entrechocan libremente pequeñas partículas rocosas. Eso es lo que ellos dicen. Pero si sólo consiste en eso, ¿por qué no podemos reproducir una? Y eso que ésta, comparada con una Campana perfecta, nos parecería la armónica de un niño -dijo el doctor Urth.

-Exacto -dijo Davenport-. Y no hay ni una docena de personas en la Tierra que posean una que esté perfecta, y habrá un centenar de instituciones y particulares que comprarían una a cualquier precio, sin importarles su procedencia. Por un surtido de Campanas, bien valdría la pena un asesinato.

El extraterrólogo se volvió hacia Davenport y se subió las gafas sobre su increíble nariz con su gordezuelo dedo índice.

-No he olvidado su caso de asesinato. Continúe, por favor.

-Se puede resumir en una sola frase. Conozco la identidad del criminal.

Habían vuelto a sentarse en la biblioteca y el doctor Urth cruzó las manos sobre su voluminoso abdomen.

-¿De veras? Entonces supongo que no tiene ningún problema, inspector.

-Saber y demostrar no es lo mismo, doctor Urth. Desgraciadamente no tiene ninguna coartada.

-Querrá decir que desgraciadamente la tiene, ¿no?

-Quiero decir lo que he dicho. Si tuviera una coartada, se la podría echar abajo de algún modo, porque sería falsa. Si hubiera testigos que aseguraran haberle visto en la Tierra en el momento del crimen, se podría desbaratar su testimonio. Si tuviera una prueba documental, se podría demostrar que era una falsificación o alguna clase de truco. Por desgracia, no tiene nada de eso.

-¿Qué es lo que tiene?

El inspector Davenport describió cuidadosamente la propiedad que Peyton tenía en Colorado. Y concluyó:

-Ha pasado allí el mes de agosto, todos los años, en el aislamiento más estricto. Incluso el T. B. I. tendría que testimoniarlo así. Cualquier jurado tendría que suponer que también este mes de agosto estuvo en su finca, a menos que podamos presentar una prueba definitiva de su estancia en la Luna.

-¿Qué le hace pensar que sí estuvo en la Luna? Quizá sea inocente.

-¡No! -exclamó Davenport casi con violencia-. Durante quince años he estado tratando de reunir pruebas evidentes contra él y nunca lo he logrado. Pero aquí me huelo yo un crimen de Peyton. Le aseguro que, aparte de Peyton, nadie en el mundo tendría el descaro o, en este caso, los contactos convenientes para intentar dar salida a las Campanas Armoniosas que haya traído de contrabando. Sabemos que es un experto piloto espacial. Sabemos también que tuvo contactos con el hombre asesinado, aunque desde luego hace varios meses de eso. Desgraciadamente, nada de esto constituye una prueba.

-¿No sería más sencillo utilizar la psicoprueba, ahora que se ha legalizado su uso? -preguntó el doctor Urth.

Davenport frunció el ceño y la cicatriz de la mejilla se le puso lívida.

-¿Ha leído usted la ley Honski-Hiakawa, doctor Urth?

-No.

-Creo que nadie la ha leído. El gobierno dice que es fundamental el derecho a la inviolabilidad mental. Muy bien, pero ¿a qué conduce esto? Si el hombre que es sometido a la psicoprueba resulta inocente del crimen de que se le acusa, tiene derecho a toda la compensación que sea capaz de sonsacarle al tribunal. En un caso reciente, al cajero de un banco le dieron veinticinco mil dólares de indemnización por haber sido sometido a la psicoprueba por una sospecha de robo. Resulta que la prueba circunstancial que parecía indicar que hubo robo, lo que en realidad indicaba era una mera cuestión de adulterio. Alegó que había perdido el empleo, que fue amenazado por el marido en cuestión, corriendo seriamente peligro, y que finalmente se había visto difamado y puesto en ridículo por un periodista desaprensivo que había llegado a enterarse del resultado de la prueba, todo lo cual fue aceptado por el tribunal.

-Comprendo el punto de vista de ese hombre.

-Todos lo comprendemos. Ese es el problema. Y otra cosa más: cualquier hombre que haya sido sometido a la psicoprueba por cualquier motivo no puede ser sometido de nuevo a ella bajo ningún concepto. Ningún hombre, dice la ley, será sometido dos veces en su vida a un riesgo mental.

-Es una traba.

-Exactamente. En los dos años que hace que se ha legitimado la psicoprueba, no puedo contar el número de pícaros y oportunistas que han intentado que se les someta a ella por haber robado una cartera, con objeto de poder dedicarse después tranquilamente al fraude sistemático. Conque comprenderá usted que el Departamento no permitirá que Peyton sea psicoprobado hasta que tengamos pruebas evidentes de su culpabilidad. Puede que no haga falta una prueba legal, sino una prueba lo bastante sólida como para convencer a mi jefe. Lo peor del caso, doctor Urth, es que si nos presentamos ante el tribunal sin el acta de una psicoprueba, no podemos ganar. En caso tan serio como el de asesinato, el no haber empleado la psicoprueba es claro indicio, aun para el jurado más estúpido, de que la acusación no pisa terreno firme.

-Entonces, ¿qué quiere de mí?

-La prueba de que estuvo en la Luna durante parte del mes de agosto. Hay que hacerlo de prisa. No puedo retenerle como sospechoso mucho tiempo más. Y si corre por ahí la noticia del crimen, la prensa mundial estallará como un asteroide al chocar con la atmósfera de Júpiter. Es un crimen fascinante, comprenda: el primer asesinato cometido en la Luna.

-¿Cuándo se cometió exactamente el asesinato? -preguntó el doctor Urth de repente iniciando una serie de rápidas preguntas.

-El veintisiete de agosto.

-¿Y cuándo le arrestaron?

-Ayer, treinta de agosto.

-Entonces, si Peyton es el asesino, ha tenido tiempo de volver a la Tierra.

-No mucho, el justo nada más -los labios de Davenport se contrajeron-. De haber llegado yo un día antes… de haber encontrado su casa vacía…

-¿Y cuánto tiempo supone usted que estuvieron juntos los dos, la víctima y el asesino, en la Luna?

-A juzgar por las distancias que cubren las huellas, varios días. Una semana, lo menos.

-¿Han encontrado la nave que utilizaron?

-No, y probablemente no la encontraremos nunca. Hace unas diez horas, la Universidad de Denver informó que ha habido un aumento de radiactividad básica; empezó anteayer a las seis de la tarde y persistió durante varias horas. Es muy sencillo, Dr. Urth, programar los controles de una nave para que despegue sin tripulación y estalle, a una altura de cincuenta millas, por cortocircuito en las micropilas.

-Yo que Peyton -dijo el Dr. Urth pensativo- habría matado al hombre a bordo y hubiera hecho estallar el cadáver junto con la nave.

-Usted no conoce a Peyton -dijo Davenport de mal humor-. Disfruta burlándose de la ley. Lo tiene a gala. El habernos dejado el cadáver en la Luna es un desafío.

-Ya comprendo -el Dr. Urth se acarició el estómago con un movimiento rotatorio, y añadió-: Bueno, hay una posibilidad.

-¿De que pueda probar usted que ese hombre estuvo en la Luna?

-De poder darle mi opinión.

-¿Ahora?

-Cuanto antes, mejor. Naturalmente, si tengo la oportunidad de entrevistar al señor Peyton.

-Eso se puede arreglar. Tengo ahí esperando un reactor de no-gravedad. Podemos estar en Washington en veinte minutos.

Pero una expresión de profunda alarma pasó por el rollizo semblante del extraterrólogo. Se puso en pie y se alejó del agente del T. B. I., dirigiéndose al rincón más oscuro de la desordenada habitación.

-¡No!

-¿Qué pasa, Dr. Urth?

-No subiré en un reactor de no-gravedad. No me fío.

Davenport miró con perplejidad al Dr. Urth.

-¿Prefiere que tomemos un monorraíl? -tartamudeó.

-Desconfío de todos los medios de transporte -exclamó el Dr. Urth-. No me fío. Excepto andar. Andar no me importa -le había entrado una repentina impaciencia-. ¿No podría traer usted al señor Peyton a esta ciudad, a algún lugar donde pueda yo ir andando? ¿Al Ayuntamiento, por ejemplo? Al Ayuntamiento he ido andando muchas veces.

Davenport contempló con desaliento la habitación. Miró los miles de libros que versaban sobre la ciencia de los años-luz. A través de la puerta abierta se veía la habitación contigua con sus muestras de mundos situados más allá del firmamento. Miró al Dr. Urth, pálido ante la sola idea de subir a un reactor de no-gravedad, y se encogió de hombros.

-Le traeré a Peyton aquí. A esta misma habitación. ¿Satisfecho con eso?

-Sí -el Dr. Urth dejó escapar un profundo suspiro.

-Espero que pueda ayudarnos, Dr. Urth.

-Haré lo que pueda, señor Davenport.

Louis Peyton miró con disgusto en torno suyo, y de un modo despectivo al hombre grueso que le saludaba con un movimiento de cabeza. Miró el asiento que le ofrecían y lo limpió con la mano antes de sentarse. Davenport tomó asiento cerca de él, con la funda de su pistola bien a la vista.

El hombre grueso sonrió al sentarse y se acarició su voluminoso abdomen como si acabara de terminar una buena comida y quisiera hacérselo saber al resto del mundo.

-Buenas tardes, señor Peyton. Soy el Dr. Urth, extraterrólogo -dijo.

-¿Y qué quiere de mí? -preguntó Peyton, mirándole de nuevo.

-Quiero saber si estuvo en la Luna durante el mes de agosto.

-No estuve.

-Sin embargo, nadie le vio a usted en la Tierra entre el 1 de agosto y el 31 del mismo mes.

-Hice la vida que habitualmente suelo hacer todos los meses de agosto. Nunca me ve nadie durante ese mes. Que se lo diga él -y movió la cabeza en dirección a Davenport.

El Dr. Urth rió entre dientes.

-Qué estupendo sería que pudiéramos comprobar esta cuestión. Si hubiera, al menos, una manera de diferenciar la Luna de la Tierra. Si, por ejemplo, pudiéramos analizar el polvo de su pelo y decir: «¡Ajá!, polvo lunar». Pero, desgraciadamente, no podemos. El polvo lunar es muy parecido al polvo terrestre. Y aun cuando no lo fuera, no encontraríamos nada en su pelo, a menos que usted hubiera pisado la superficie lunar sin traje espacial, lo cual es muy improbable.

Peyton permaneció impasible.

El Dr. Urth prosiguió, sonriendo con benevolencia, mientras alzaba una mano para asegurar las gafas que le colgaban peligrosamente en la punta de la nariz:

-Un hombre que viaja por el espacio o por la Luna respira aire de la Tierra y come alimentos terrestres. Lleva el ambiente de la Tierra pegado a su piel, ya se encuentre metido en su nave o en su traje espacial. Estamos buscando a un hombre que pasó dos días en el espacio camino de la Luna, una semana por lo menos en la Luna, y dos días más de regreso de allá. En todo ese tiempo llevó la Tierra pegada a su piel, y eso nos lo hace difícil.

-Mi sugerencia -dijo Peyton- es que la cosa resultaría menos difícil si me soltaran y buscaran al verdadero asesino.

-Puede que lleguemos a esa decisión -dijo el doctor Urth-. ¿Ha visto alguna vez algo parecido a esto? Alargó su mano regordeta hacia el suelo y la levantó, mostrando una especie de esfera gris de apagados destellos.

-Parece una Campana Armoniosa -dijo Peyton sonriendo.

-Es una Campana Armoniosa. El móvil del asesinato fueron las Campanas Armoniosas. ¿Qué opina de ésta?

-Creo que está muy agrietada.

-¡Ah, pero examínela bien! -dijo el Dr. Urth, y con un rápido movimiento de mano se la lanzó a Peyton desde una distancia de dos metros.

Davenport lanzó un grito, y medio se levantó de la silla. Peyton alzó los brazos con esfuerzo, pero tan rápidamente que logró atrapar la Campana.

-Condenado loco -dijo Peyton-. No la tire de esa manera.

-Siente respeto por las Campanas Armoniosas, ¿no es cierto?

-Demasiado para romper una. Eso al menos no es un crimen -Peyton la acarició suavemente, luego se la acercó al oído y la agitó con cuidado para oír el suave entrechocar de lunolitos, esas partículas diminutas de piedra pómez al agitarse en el vacío.

Luego, sosteniendo la Campana por el alambre de acero que aún tenía sujeto, deslizó la uña del pulgar por su superficie con un movimiento ondulatorio de experto. ¡Vibró! Fue una nota muy dulce, como el sonido de una flauta, que se prolongó en una tenue reverberación y se fue extinguiendo lentamente, suscitando con su hechizo imágenes de un atardecer de verano.

Por un instante, los tres hombres se sintieron embargados por el efecto del sonido.

-Echemela, señor Peyton. ¡Láncemela para acá! -dijo entonces el Dr. Urth, y tendió la mano con gesto apremiante.

Maquinalmente, Louis Peyton lanzó la Campana, que describió una curva reducida, como un tercio de la distancia que debía recorrer hasta la mano tendida del doctor Urth, cayó y se estrelló contra el suelo con una disonancia dolorosa, como un gemido.

Davenport y Peyton se quedaron mirando los fragmentos grises sin decir palabra, y casi pasó inadvertida la voz tranquila del Dr. Urth cuando dijo:

-En cuanto se localice el escondrijo de las Campanas del criminal, pediré una sin grietas y perfectamente bruñida como restitución y honorarios.

-¿Honorarios? ¿Por qué?-preguntó Davenport irritado.

-Ahora está ya completamente aclarado el asunto. Pese a mi pequeño discurso de hace un momento, hay algo en la Tierra que ningún viajero del espacio se lleva consigo, y es la gravedad de la superficie terrestre. El hecho de que el señor Peyton pueda equivocarse de manera tan garrafal al lanzar un objeto, que evidentemente tiene tanto valor para él, sólo puede significar que sus músculos no han tenido tiempo de adaptarse otra vez a la fuerza de la gravedad terrestre. Mi opinión profesional, señor Davenport, es que su prisionero ha estado estos últimos días lejos de la Tierra. O ha estado en el espacio, o en algún cuerpo celeste bastante más pequeño que la Tierra… como, por ejemplo, en la Luna. Davenport se puso en pie con una expresión triunfal.

-Haga constar su opinión por escrito -dijo, con la mano sobre la pistola-; eso será suficiente para que nos concedan el permiso de utilizar una psicoprueba.

Louis Peyton, perplejo y sin oponer resistencia, sólo alcanzaba a comprender vagamente que, cualquiera que fuese el testamento que dejara ahora, tendría que hacer constar en él su fracaso final.

EPILOGO

Mis relatos dan lugar muchas veces a que me escriban mis lectores cartas muy agradables, aun cuando saquen a colación algún punto embarazoso. Por ejemplo, después de publicar este relato, recibí una de un joven en la que me contaba que, inspirado por el razonamiento del doctor Urth, estudió el problema de si afectarían realmente las diferencias de peso en la manera de lanzar un objeto. Al final, hizo un experimento científico para comprobarlo.

Preparó varios objetos, todos del mismo tamaño y aspecto, pero de pesos diferentes, e hizo que varias personas los lanzaran, sin prevenirles de cuáles eran los pesados y cuáles no. Comprobó que todos los objetos fueron lanzados más o menos con la misma precisión.

Esto me preocupó un poco, pero considero que las conclusiones de este joven no se pueden aplicar con todo rigor. Sólo con sostener un objeto al disponerse a lanzarlo, uno estima inconscientemente su peso y ajusta el esfuerzo muscular de acuerdo con él, si es que está acostumbrado a la gravedad bajo la cual opera.

Los astronautas se sujetan generalmente con correas durante sus vuelos y no han hecho nada a baja gravedad, salvo cortos «paseos por el espacio». Al parecer, esos paseos han resultado sorprendentemente fatigosos, por lo que parece que un cambio de gravedad requiere una considerable aclimatación. Y un regreso a la gravedad terrestre, después de tal aclimatación, requiere una considerable reaclimatación.

Así que, por el momento al menos, sigo siendo del mismo criterio que el doctor Urth.